jueves, 26 de noviembre de 2009

El Juego de Mariela Romero y el juego sucio de Casa Ibargüen

La obra es un segmento en la vida de dos hermanas que sostienen una relación caótica y destructiva.

Es un drama titulado El Juego, de la venezolana Mariela Romero, interpretada por las guatemaltecas Sofía Arévalo (Anita) y Rebeca Vargas (Ana), dirigidas por la venezolana Jany Campos.

Anita, en silla de ruedas, finge inmovilidad en las piernas, en tanto que Ana simula que la doblega, incluso, a latigazos.

Visto así, el panorama parecería solo una cruel repetición de la realidad en la cual mueren aquestos nuestros violentos y sufridos países mezquinoamericanos. Pero la tarea de los artistas es, precisamente, la de coger esa realidad y transformarla. Es decir, a veces deben hacer un manjar de un tomate podrido.

Tanto las actuaciones como los cortes dramatúrgicos son lo que dan algo mejor que la realidad. El montaje es divertido; los espectadores se dan un buen baño de humor negro. Las jóvenes actrices juegan el texto con graciosas habilidades. Justo es separar sus cualidades.

Sofía Arévalo es expresiva, una actriz nata; es de esas personas, probablemente, muy tímidas en la vida real, pero que destellan como relámpagos en escena. No podría venir de menos esa soltura, ese impulso espontáneo suyo. Sofía maneja la ira, el dolor, la tristeza y el poder de sus personajes con plausible y contagioso goce actancial. Rebeca Vargas tiene técnica y seguridad en sí misma. Es una actriz que se pasea campante, sin titubeos, por el escenario. Nada tímida, marca el ritmo en los grupos —en este caso, de su parigual— y eso es algo que supo aprovechar la directora, quien para este montaje optó por improvisar un teatro circular, en Casa Ibargüen.

Campos ha tenido el atino, en esta y otras ocasiones, de experimentar formas de dirección nada convencionales. Eligió para El Juego que las actrices fueran rodeadas por nosotros, los espectadores que aplaudimos con sinceridad su formidable actuación.

Asistí a la última función, el 21 de noviembre, pero, según informó la directora, la obra seguirá en escena a partir de enero, aunque en otra sala.

Algo desdichado sucedió a este grupo teatral la noche del 20 de noviembre. La función fue cancelada debido a que —así lo informó la productora en la entrada a quienes iban llegando— la familia Ibargüen decidió hacer, a la misma hora, un convivio en ese lugar.

Cancelar una función por una celebración familiar es una falta de valoración al arte, es una grave falta de respeto a los artistas y al público. Peor todavía, si Casa Ibargüen está dada en usufructo a la Municipalidad de Guatemala para que sirva como espacio artístico, es indebido hacer allí una fiesta familiar, así se trate de la familia dueña, porque, o bien dicha familia recibe dinero a cambio, gracias al usufructo, o bien empeñó su palabra; y tanto el dinero como el honor tienen peso —o deberían tenerlo—.

También habría que considerar que quizá no fue la familia Ibargüen la causante directa, sino la administración de Casa Ibargüen que no respetó el compromiso adquirido. Quien dirige ese centro cultural no tuvo la estatura suficiente como para explicar a la familia: “Lo sentimos, hay una obra de teatro, no es posible que utilicen el espacio”, y de paso recordarle su condición de nudo propietario. Y si así lo hizo, ¿fue, entonces, la familia Ibargüen la que faltó a su palabra y a las reglas del usufructo?

Si bien El Juego es un drama inscrito dentro de la estética de la crueldad, el juego de Casa Ibargüen fue injusto; faltar a la palabra, a los actrices y a los asistentes es jugar sucio.

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jueves, 12 de noviembre de 2009

Alessio Bax y Lucille Chung/ Comentario de un concierto a dos pianos

¿Cuántas teclas se necesitan para tocar la esencia interna del ser humano?
Se necesitan las de un piano bien repasado por el ejecutante. Y si son dos pianos, la cosa puede alcanzar dimensiones casi extra sensoriales.
En una sala de concierto (dos pianistas interpretan a compositores rusos), se tienen estas opciones:
-Bostezar y dormitar fingiendo profunda entrega.
-Cerrar los ojos y sentir que está en su habitación escuchando un CD.
-Cruzar la pierna con frecuentes cambios para aligerar el peso del cuerpo sobre una sola nalga.
-Recibir con todos los sentidos las vibras fluidas, engendradas del tecleo.


El italiano Alessio Bax y la canadiense Lucille Chung cerraron el Festival Bravissimo 2009, de la Organización para las Artes Francisco Marroquín, con un concierto para dos pianos.


Alguna vez escuché decir que interpretar a los compositores rusos y polacos es harto difícil, porque sus obras tienen una arquitectura musical bastante compleja y se requiere de mucha habilidad técnica para abrirle el corazón al piano.

No cualquier pianista, por profesional que sea, se anima con uno de esos hilos entretejidos en los que se está a un milisegundo de tropezar y quedar como un torpe. A veces, los pianistas prefieren algo más relajante, algo suave; algo menos tambaleante que caminar sobre la cuerda floja.


Desconozco si eso es verdad eso de que la arquitectura rusa o polaca es más compleja que la mayoría de composiciones famosas occidentales. Pero no me cabe la menor duda de que a la pareja Bax-Chung se le fue toda el alma en la interpretación. Ha de requerir no solo habilidad técnica y mucho aceite en los dedos, sino además una hondura espiritual para poder subir así, con tanta energía, a la cima de las montañas de notas musicales y luego descender, a veces de un solo tirón —a ratos pausadamente—, pero siempre tocando como si se les fuera la vida en cada composición.

Ella, la chinita, ágil vibración jadeante sobre las teclas; creadora de remolinos y de ráfagas vivientes —por algún lugar andarán todavía sus notas, vagando en alguna dimensión pues la música nacida de un piano nunca muere—. Ella genera los acordes agudos, interpretando a gran velocidad los planos del complejo edificio que dejaron escritos Lutoslawski, Stravinsky, Shostakovich y Rachmaninov.

Él, un pianista magistral, de gran soltura y de compás elegante, pulsa los acordes graves haciendo temblar el aire entre ambos —dos pianos, frente a frente, separados por un ramo de rosas—.

Los compositores que interpretaron Alessio Bax y Lucille Chung dejaron órdenes precisas; acomodaron nota tras nota en el pentagrama para que la construcción de sus edificios no quedara en las manos de cualquier fulano. Con instrucciones casi crípticas —como para evitar la profanación— escribieron lo que hoy bellamente ejecuta esta pareja ítalo-canadiense: el ballet completo Petrushka (Stravinsky); el Concertino para dos pianos, Op. 94, de Shostakovich, y la Suite No. 2 para dos pianos, Op. 17, de Rachmaninov.
Las hojas de los pentagramas vuelan estallando los bemoles y sostenidos más exigentes.

Y la música nace, encrespada, impetuosa, jadeante. Chung casi danza mientras toca el piano, y Bax recibe con gran delicadeza los movimientos de ella, transformándolos en rabia y en serenidad.
Allá cada cual si duerme, cambia de pierna sobre la butaca o absorbe. Estos músicos que tenemos hoy delante abren cada fisura del pentagrama y nos lanzan al abismo.


(Alessio Bax ganó el Avery Fisher Career Grant 09, otorgado por Lincoln Center de Nueva York; también el Primer Premio de la célebre Leeds International Piano Competition, y el Primer Premio de la Competencia Hamamatsu, otorgado en Japón.
Lucille Chung es el Primer Premio de la Competencia Igor Stravinsky y Medalla de Plata de la Competencia Internacional Franz Liszt, realizado en Weimar, Alemania. El concierto fue celebrado el jueves 4 de noviembre en el auditorio Juan Bautista Gutiérrez, Organización par las Artes Francisco Marroquín, ciudad de Guatemala).




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jueves, 5 de noviembre de 2009

Murió el Filósofo

Ha muerto un gran pensador. ¿Cuántos más deberán morir?

Creo que en nuestro país no hemos sabido escuchar ciertas voces importantes que apuntan hacia el horizonte. Serán las generaciones futuras las que deberán conocer la obra de grandes intelectuales como la del recientemente fallecido Jaime Barrios Peña (Guatemala, 1922- Estocolmo, Suecia, 2009).
Autor de más de 20 libros y gran cantidad de artículos sobre psicoanálisis, educación, antropología, arte y filosofía, tiene un extenso currículo que ocuparía unas páginas del diario. Solo escribiré un par de datos: doctor en Filosofía especializado en Psicología, con estudios en universidades de varios países; fue diplomático durante 18 años, tiempo durante el cual realizó festivales folclóricos en el extranjero; organizó conferencias, algunas de las cuales en su momento fueron dictadas por Miguel Ángel Asturias; colaboró con la llegada del Ballet Nacional de Guatemala en el Teatro Colón de Bogotá, y el Festival de Comunidades Indígenas en el Teatro San Martín de Buenos Aires.
En agosto del 2003 le hice una entrevista, y quisiera citar una de sus respuestas.

JCL: ¿Por qué decidió vivir fuera de Guatemala?
JBP: “Circunstancias familiares y profesionales, pero esto no quiere decir que olvide a un pueblo que corre por mis venas como tradición, canto de pájaros en las selvas, vuelo de tucanes, murmullos de selva entre pirámides, las posadas, las procesiones y la voz amanecida de nuestras auroras”.

Muy poco es lo que podemos hacer desde los medios de comunicación por atraer la atención hacia los grandes intelectuales como Barrios Peña. Si mucho, alguna mención, alguna entrevista y algo de persistencia para la memoria. Pero es casi nulo el interés que por ellos muestran las universidades —las privadas y la pública—, las escuelas de arte y los entes magisteriales.
Se suele achacar la falta de apoyo a los artistas -y casi siempre es una queja razonable, pues los periodistas muchas veces no pasan de escribir dos líneas a manera de anuncio o refríen un boletín-, pero es todavía más reprochable el desdén e indiferencia que demuestran sus colegas y académicos al artista.
Como Barrios Peña, hay escritores, pintores, investigadores, músicos, actores de teatro que tienen 20 ó 50 años de vivir en Suiza, Italia, México, Francia, Alemania, Japón, Estados Unidos y otros países.
¿Es que tienen que morir para ser recordados? ¿Qué universitarios conocen a Carlos Solórzano, ese ilustre escritor que vive en México y cuya obra es 10 veces más importante que la de Monteforte Toledo? —Y lo digo sin interés en provocar a sus devotos, pues solo me interesa explicar la importancia de lo ignorado—.
¿Qué decanos de Humanidades han hecho contacto con el destacado actor Mario González que instruye a cientos de artistas europeos? ¿Han oído hablar del pintor Jacobo Rodríguez Padilla, quien vive en Francia? ¿Fueron los humanistas a ver la prodigiosa actuación de la actriz Carmen Samayoa, cuando vino por unos días a Guatemala? ¿Saben nuestros intelectuales que uno de los mejores violinistas del mundo es Henry Raudales? ¿Es que han oído hablar de Luis E. Rivera, Antonio Cosenza, Abel Solares, Julio Cambranes, Francisco Nájera, Rina Lazo, Erwin Schumann, etcétera?
¿Cuántos estudiantes de filosofía, docentes de esa materia y los historiadores conocen la obra del doctor Barrios Peña? ¿Saben ellos, por ventura, que él habría llegado gustoso a charlar con los estudiantes a las facultades -venía a su tierra de cuando en cuando- y que habría dado conferencias sin interés económico alguno?
La muerte del filósofo nos recuerda que “es un soplo la vida”; pero, además, que deberíamos volver los ojos hacia muchos guatemaltecos que, como él, tienen bien ganado un amplio reconocimiento.
Y no solo los que viven en el extranjero; recordemos, a propósito, su libro Herederos del espíritu de Kukulkán (Artemis Edinter), ensayo sobre artistas de la plástica guatemalteca (Carlos Mérida, González Goyri, Grajeda Mena, Jacobo Rodríguez Padilla, Dagoberto Vásquez, Abularach, Recinos, Roberto Cabrera, Quiroa, Magda Eunice Sánchez, Luis Díaz, Élmar Rojas, Ramón Banús, El Tecolote Ramírez Amaya y Erwin Guillermo).



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