lunes, 19 de julio de 2010

La edad de la ciruela/ primera temporada

Juan Carlos Lemus

El tiempo atraviesa vidas humanas, implacablemente, a través de generaciones.Solo hay una manera de inmovilizarlo. Es cuando el arte lo petrifica aunque sea por medio de sus fantasías. Es entonces cuando el espectador se maravilla ante una pintura de Canaletto, ante una construcción romana o ante un edificio teatral bien construido.

Es el caso, este último, de La edad de la ciruela, obra del argentino Arístides Vargas que actúan por estos días dos mujeres de gran experiencia. La cubana Mercedes Blanco y la guatemalteca Patricia Orantes interpretan a Eleonora, Celina, las abuelas María y Gumersinda, la Tía Adriática, Francisca y Blanquita. Niñas, jóvenes o viejas, son todas mujeres atornilladas a una rutina social y psicológica.

Estamos frente a una obra de teatro de alta belleza textual, amena, divertida y triste. Estamos ante dos actrices que tienen extraordinarias posibilidades técnicas y estéticas.

La edad de la ciruela tiene como punto de partida el instante cuando Eleonora (Orantes) describe a Celina (Blanco) detalles de su madre moribunda. A partir de ese momento ambas evocan a las demás mujeres de su familia.

Bien valoramos de este montaje tanto el texto como las excelentes actuaciones, además de su diseño visual. La escenografía es un creativo dispositivo que da nuevos tonos a las acciones. Tiempo y espacio fueron dotados de códigos (aros de bicicletas, por ejemplo) que lejos de protagonizar, y aún más lejos de solo ornamentar, copulan con el texto de forma perfecta. Lo mismo opinamos del vestuario. Mas lo extraordinario —repetimos— son las actuaciones. Experimentadas hasta las cachas, Blanco y Orantes poseen ese Infernum, además del suficiente oro — bien cribado— con el que construyen la pieza.

Mercedes Blanco es poseedora de una destreza capaz de materializar la inagotable belleza semiológica que contiene la obra. Al verla comprendemos el porqué esta cubana está entregada en cuerpo y alma al teatro; ha fundado grupos, ha sido directora pero, ante todo, es esa gran actriz a la que vemos rebrotar a cada instante sobre las tablas, y actuar con irrefrenable convicción sobre sus personajes mostrándonoslos de ida y vuelta, de frente y por dentro. Blanco actúa hasta con los pulgares de los pies (literalmente) cuando interpreta a la tía loca. Esto, acaso imperceptible, es uno de esos detalles que son pequeños como una cerradura, pero que abren los enormes portones de la creatividad.

Patricia Orantes es una actriz de puntería. Conoce el terreno como la palma de su mano. Aun cuando cada obra de teatro es siempre nueva, como un amanecer, sabemos que ella tiene la linterna y los viáticos para el camino. Por así decirlo, si Blanco pone la cerradura, Orantes pone la llave. Mas lo mejor de Orantes es que, aun cuando actúa con los lineamientos bien claros, de pronto es una cazadora que se lanza al fango; nos sorprende su decisión de abrir nuevos caminos de expresión. Su libertad creadora, su aplomo y el control nítido que tiene sobre sus personajes son su mejor mezcla.

Le recomiendo al cien por cien esta obra de teatro. Le garantizo que al final aplaudirá con gran contento.

martes, 22 de junio de 2010

Antropóloga de la fotografía/ libro de Jean-Marie Simon

Guatemala tiene todavía frescas las heridas que le fueron abiertas durante el conflicto armado interno. Es un tema que suele ser abordado con cierto fastidio, pues muchos piensan que es momento de perdonar, olvidar y avanzar, pero, generalmente, tales muestras de optimismo se amparan en una profunda y vergonzosa ignorancia de los hechos ocurridos en estas tierras.
Visto sin tapujos, el país tiene humeantes las llagas que se acostumbra disimular con el maquillaje de la firma de la paz, en 1996. Y las nuevas generaciones tienden a desconocer detalles de ese pasado. Es algo así como un cuerpo ulcerado que debe continuar su camino, con gasas y vendas en la cabeza, de pie, hacia el futuro. Naturalmente, más daño le haría sentarse sobre su propio polvo a lamerse las heridas, pero enfaticemos que avanzar no es necesariamente ignorar. Y aquí está este libro de la estadounidense Jean-Marie Simon para ilustrarnos una época en la que nuestro país se inundó de sangre, marcando así el rumbo por el cual hoy vamos perdidos, en desbandada.

La autora de Guatemala: Eterna primavera, eterna tiranía, libro de fotografías con apuntes suyos sobre la historia del país, vino cuando tenía 26 años. Era una muchacha que sin duda maduró a fuerza de hallarse frente a frente con las alas de la maldad humana desplegadas. Vio de cerca la ira del ave mortuoria que picoteaba el vientre de las personas y las restregaba entre las multitudes; que revoloteaba entre el suplicio de estudiantes, pobres, inocentes, y de cualquiera que atravesara la ruta de su pico y garra.

Todo ello, un cuadro tan macabro como verdadero, fue avalado y apoyado por el Gobierno de Estados Unidos, a través de su Departamento de Estado.
Las impresiones de ese período las captó con su Olympus OM-1 y OM-2, con lentes de 28 y 50 milímetros de película Kodak. Los resultados fueron expuestos en una primera edición, en 1988, en inglés (W. W. Norton & Company). Este año se presenta la edición en español, con el apoyo de varias personas e instituciones, entre ellas la de los conocidos fotógrafos Daniel Chauche y Andrés Asturias.

En la actualidad, es relativamente fácil ponerse de pie y dar la cara, cuestionar y aún contradecir al presidente, al ejército y a todo el Ministerio de la Defensa, pero estas 145 imágenes hablan de una época en la que el miedo se erigía sobre la nación como si fuera el Sol calentando los tejados. Bajo el cielo, un pesaroso pueblo murmuraba su inconformidad, varios intelectuales morían en tanto que otros festejaban. También puede que hoy sea fácil viajar con una cámara, retratar poblados, a una tropa militar o al más sanguinario de los generales; es algo que suelen hacer los turistas y algunos fotógrafos para vender postales; pero lo que hizo Jean-Marie Simon, a partir de 1980, fue algo muy singular. Desafió en secreto las leyes de la perversidad. Por haber tomado esas fotografías pudo ser acusada de terrorista, de apoyar a la insurgencia y así concluir su vida en una trágica, humillante y harto violenta muerte, como sucedió con amigas suyas.

Su libro —de lectura clara y directa (edición de estilo de Ana Pamela Escobar Paul)— describe lo investigado por su autora y muestra las imágenes que tomó de 1980 a 1987; de esa cuenta, pasa revista a una horda inhumana involucrada en el genocidio, con nombres y apellidos. Solo el gobierno de Lucas García, por citar un ejemplo —nos refresca la autora citando a Amnistía Internacional— fue más violador de derechos humanos que Idi Amin en Uganda.
Su manera de exponer tales catástrofes hace que las heridas sean comprendidas desde un punto de vista histórico y social; vistazo que el lector dará sobre un pasado antropófago y generador de muchas de las actuales infecciones políticas y sociales.

Jean-Marie Simon pudo desarrollar su adultez, sin ningún problema, a partir de los 26años en su natal Estados Unidos, país de las hamburguesas y de los niños gordos, pero se arriesgó a recoger testimonios durante una de las épocas más tenebrosas de Guatemala. Tales documentos dan forma a este libro que la evidencia como una antropóloga innata, sin tal título, pero con cámara en mano y valentía en el corazón.

Por nuestra parte, auguramos la popularización del tomo, pues es muy valioso y habrá de superar el hecho de que, por ahora —y paradójicamente— debido a su precio, solo es asequible a grupos socioeconómicos medios y hegemónicos.
Ana Martínez de Zárate nos comparte, en las siguientes dos páginas, una entrevista que le hizo hace pocos días, vía Skype, a Jean-Marie Simon, quien se encuentra en Washington D.C. en donde vive, y que pronto dejará para venir a presentar esta edición de Guatemala: Eterna primavera, eterna tiranía, libro que pesa 40 años en sus 272 páginas.