jueves, 24 de septiembre de 2009

Mercedes Blanco y Patricia Orantes: unen técnica y estética/ Actrices que tienen el Infernum y el oro cribado

El tiempo atraviesa vidas humanas, implacablemente, a través de siglos y generaciones.
El tiempo barre con las personas, las violenta en medio de sus tempestades, pero a la vez crea horizontes apacibles y estados letárgicos. Solo hay una manera de inmovilizarlo —toda bestia, domesticada o no, tiene sus limitaciones—. Es cuando el arte lo petrifica (aunque sea por medio de sus fantasías). Es entonces cuando el espectador se maravilla ante una pintura de Canaletto, ante una construcción romana o ante un edificio teatral bien construido. Es el caso, este último, de La edad de la ciruela, obra del argentino Arístides Vargas que actúan por estos días dos mujeres de gran experiencia.
La cubana Mercedes Blanco y la guatemalteca Patricia Orantes interpretan a Eleonora, Celina, las abuelas María y Gumersinda, la Tía Adriática, Francisca y Blanquita. Niñas, jóvenes o viejas, son todas mujeres atornilladas a una rutina social y psicológica.

Estamos frente a una obra de teatro de alta belleza textual, amena, divertida y triste. Estamos ante dos actrices que tienen extraordinarias posibilidades técnicas y estéticas.

La edad de la ciruela tiene como punto de partida el instante cuando Eleonora (Orantes) describe a Celina (Blanco) detalles de su madre moribunda. A partir de ese momento ambas evocan a las demás mujeres de su familia.

Bien valoramos de este montaje tanto el texto como las excelentes actuaciones, además de su diseño visual. La escenografía empleada para este montaje es un creativo dispositivo que da nuevos tonos a la historia y a las acciones de los personajes. Tiempo y espacio fueron dotados de códigos (aros de bicicletas, por ejemplo) que lejos de protagonizar, y aún más lejos de solo ornamentar, copulan con el texto de forma perfecta. Lo mismo opinamos del vestuario. Mas lo extraordinario —repetimos— son las actuaciones. Experimentadas hasta las cachas, Blanco y Orantes poseen ese Infernum, además del suficiente oro — bien cribado— con el que construyen la pieza.

Mercedes Blanco es dueña de una destreza tan natural como adquirida, disciplinada, de gracia voraz, con lo cual logra materializar la inagotable belleza semiológica que contiene la obra. Al verla comprendemos el porqué esta cubana está entregada en cuerpo y alma al teatro; ha fundado grupos teatrales en Guatemala, ha sido directora de varios y muy buenos actores, pero, ante todo, es esa gran actriz a la que vemos rebrotar a cada instante sobre las tablas, y actuar con irrefrenable convicción sobre sus personajes mostrándonoslos de ida y venida, de frente y por dentro. Blanco actúa hasta con los pulgares de los pies (literalmente) cuando interpreta a la tía loca. Esto, acaso imperceptible, es uno de esos detalles que son pequeños como una cerradura, pero que abren los enormes portones de la creatividad.

Patricia Orantes es una actriz de puntería. Conoce el terreno como la palma de su mano. Aun cuando cada obra de teatro es siempre nueva, como un amanecer, sabemos que ella tiene la linterna y los viáticos para el camino. Por así decirlo, si Blanco pone la cerradura, Orantes pone la llave. Mas lo mejor de Orantes es que, aun cuando actúa con los lineamientos bien claros, de pronto es una cazadora que se lanza al fango, cruza pantanos y ve de noche. Nos sorprende de Patricia Orantes su decisión de abrir nuevos caminos de expresión. Su libertad creadora, su aplomo y el control nítido que tiene sobre sus personajes son su mejor mezcla.

Es una obra que el público aplaude con enorme contento. No es para menos: se han llevado a escena acciones tan bien plantada capaces de provocar cierto regocijo interno.


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jueves, 17 de septiembre de 2009

Los Lustradores: una olla con tripas, riñones y tumaca

La obra Los Lustradores, dirigida por Nery Aguilar, se encuentra en temporada en el teatro de la Universidad Popular.

No quisiera referirme a las actuaciones, pues son más de 30 artistas en escena y no me cabe la menor duda de que entre ellos hay grandes talentos. No es un falso elogio, en realidad, así lo demuestra su participación.

El comentario de hoy va dirigido hacia el texto y su enfoque. En primer lugar, el lector podrá imaginar la escena: es un parque de algún lugar de Guatemala en el que hay vagos, trabajadores, barrenderas, vendedoras de comida, prostitutas, policías, oficinistas y, por supuesto, lustradores.
Esa primera impresión promete que se nos mostrará en las tablas algo interesante; acaso presenciaremos una buena comedia de costumbres o un nuevo enfoque social de la pobreza.
Pero a medida que avanza descubrimos que el texto no contiene una historia sino que es un desfile de escenas callejeras en las que pasa de todo y no sucede nada. Si entendemos la puesta en escena teatral como una elaboración definida en la que es desarrollado un texto, en Los lustradores no ocurre nada. No tiene la más mínima complicación, ni siquiera una composición, un contraste, algo que nos haga concelebrar un hecho teatral.

Me dirán que sí suceden cosas, por ejemplo, un robo, el abuso de autoridad policial sobre un lustrador, un merolico vende sus polvos mágicos, pero todas esas son escenas que, por lo demás, están pésimamente construidas. Por ejemplo, el libretista se quedó con la idea de la Policía de la década de 1980. Ya sabemos que es una institución que se ha ganado la desconfianza pública, pero, seamos honestos ¿no resulta inverosímil que dos policías le peguen a un lustrador para robarle un quetzal, en pleno parque, a la luz del día y ante la mirada de varias personas?

Es un vistazo ingenuo al análisis social; es un pobre abordaje de fenómenos que son más profundos.
Otro ejemplo es el de la manera como los personajes explican los orígenes de sus tristes vidas. Cuentan su vida, casi en un desahogo, a partir de una pregunta que les hace un lustrador o alguien. El tono es más o menos este: “¿Por qué eres así? –Porque mis padres me pegaban…”, etcétera. El ejemplo, aclaro, no es textual, pero es así de gratuito e ingenuo.

Una teoría sobre la intertextualidad (Barthes, en este caso) dice que un juego de textos elabora lo que nombraríamos el gran texto. El texto es una serie de fragmentos que instauran una totalidad. Si bien el intertexto puede transformar el texto original (esta obra es original de Ricardo Mendizábal, y es una adaptación del director, Nery Aguilar) en Los lustradores no existe una articulación de contenido sino un balbuceo del gran texto social.

El director intenta compensar con el chiste, con cierta sátira, y cae en lo mismo que han caído los cafés teatros (aclaremos aquí que esta puesta en escena procede de una academia; de la renombrada Universidad Popular, y por lo tanto no tiene el privilegio del error tosco y la espontaneidad desventurada).
Como en una olla llena de menudos, tripas, riñones, bofe y tumaca, mete “crítica” hacia los diputados (que, según el texto, se enredan con maricas) e inserta “críticas” al gobierno actual.

No se puede tomar muy en serio este tipo de puesta en escena, pero nos ocupamos de ella debido a que, repetimos, se trata de la UP, una de las más importantes academias teatrales del país.



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jueves, 10 de septiembre de 2009

Ballet Nacional de Guatemala finaliza temporada de gala


La danza es la navegación de un barco entre líneas rectas y curvas; solo las olas del mar tienen tanta belleza.
Finalizó, con la presentación de Otelo, la temporada de gala 2009 del Ballet Nacional de Guatemala. Esta obra es un fango de celos y calumnias; un barranco de bajas pasiones que concluye con dolor y muerte. La fuerza interpretativa que requiere somete a fuego purificador las destrezas de cualquier bailarín. Es una obra inspirada en el drama de William Shakespeare, con coreografía del maestro Eddy Vielman que ha demostrado, a lo largo de su trayectoria, que es un artista exigente, de gran cuidado en los detalles, y que su destacada etapa como bailarín lo afinó bien como maestro coreógrafo.
Si bien el Ballet fue digno de elogios durante toda esta temporada, hay tres aspectos que podría mejorar. En primer lugar, es notoria la falta cuantitativa de bailarines (enfaticemos: hombres) en el Ballet Nacional. Y algunos ellos, hay que decirlo, deberían bajar algunas libras. Un torso y barriga voluminosos no son buenos aliados de una disciplina que exige —con voluntariosa tiranía— quiebres y retornos audaces.
En segundo lugar, las bailarinas que perdieron el equilibrio en escena durante La Bayadera, o la que perdió el conteo y se salió del grupo en Otelo, deberán recordar que si bien nada en escena puede ser tan grave, pueden aspirar a la limpieza completa y la concentración total, porque en otros países se enfrentarían a tigres y lagartos (tanto al público como a la crítica) que despedazan con gran júbilo cualquier titubeo.
Tercero. Me referiré a la visita de los dos bailarines rusos. Ya escribí acerca de ellos, pero quisiera ampliarme un poco. La Bayadera refulgió con tres estrellas. Una fue la del bailarín Vladimir Neponozhniy, la otra fue la de la bailarina guatemalteca Claudia García, y la tercera, la de ocho bailarinas que hicieron dos variantes de cuatro cada una. Mas esclarezco que la bailarina del Bolshoi, Anna Antonicheva, me pareció elegante, físicamente audaz, pero no hizo nada extraordinario. No ejecutó paso de ballet alguno que no pudieran hacer las guatemaltecas. Y es que me queda la impresión de que, en realidad, hizo un número para países tercermundistas. De rostro más bien frío, no parecía disfrutar lo que hacía. Ya quisiera verla en el Metropolitan Opera House con esos modos. Su participación en La Bayadera fue como si hubiera llegado a la sala directamente desde el aeropuerto a cumplir con un compromiso.
Algo bueno, por parte del Ministerio de Cultura, es que, según tengo entendido, costeó parte de los boletos de ingreso del público que asistió a La Bayadera para que los precios por ver a los bailarines del Bolshoi no fueran muy elevados.
Finalmente, así como el Ballet cerró con un retumbante Otelo, quisiera concluir con la participación de la primera bailarina Anoushka Devaux. Es una artista de profunda entrega en el escenario, de gran versatilidad corporal y de regia presencia. Tanto en La Fille Mal Gardée como en Otelo demostró ser poseedora de un estilo que impera y abarca todo el escenario. Su compañero, Benjamín Hernández, hace un buen trabajo junto a ella. Ha de ser una gran dificultad para este recibir con fuerza la delicadeza, y devolver con gracia la energía acorralada en el cuerpo de una mujer que no solamente baila, sino además vuela sumergida entre sus propias constelaciones.

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jueves, 3 de septiembre de 2009

La Bayadera. Ballet Nacional de Guatemala con invitados del Bolshoi

Las figuras centrales fueron los bailarines del Bolshoi Anna Antonicheva (Nikiya) y Vladimir Neponozhniy (Solor). Lució con destellos propios, además de los invitados, la primera bailarina guatemalteca Claudia García (Gamzatti).
Para ser justos, el tercer acto tambaleó debido a los lamentables titubeos que tuvieron dos o tres de las 20 bailarinas —Sombras— en escena. El equilibrio les falló tanto que rompieron el cuadro blanco (por los trajes) y elegante (por la enérgica postura) que les impuso su directora, Amalí Selva. Durante esos segundos, debieron sentir lo que un mesero cuando lleva la más bella composición gastronómica en el azafate, pero se le cae sobre la cabeza del comensal. Fue como un disonante clarinete fugado de una orquesta bien afinada. Mas no las atormentaremos más, puesto que a los mejores cocineros se les riega la salsa, dicen. Además, predominaron el rigor, la exactitud y frescura de la totalidad en los tres actos.

Moveremos en este momento nuestra cámara hacia tres estrellas fulgurantes. En primer lugar, el ruso Vladimir Neponozhniy llenó las expectativas. Un bailarín excelente que a ratos parecía volar; con una gran firmeza al momento de tomar en lo alto a Anna Antonicheva o al hacerla girar. Tanto en solitario como en los Pas de deux demostró por qué es una de las figuras centrales del Bolshoi.

La bailarina, por su parte, acopladísima y autónoma, según la exigencia, brilló por su audacia física. Una mujer elegante. Extrañamos de ella, eso sí, más gozo en el rostro. Y no nos referimos a un gozo interpretativo, sino al resplandor que fluye cuando el artista se hunde agradecido entre las aguas del arte. Su compañero, por el contrario, destellaba satisfacción cada vez que aparecía en escena. El detalle, lejos de ser un vulgar intento por mostrar simpatía, es fundamentalmente integral en esta y otras disciplinas artísticas.
El segundo encuadre apunta hacia Claudia García. Es una bailarina de notoria seguridad en sí misma; su aplomo le da un aspecto soberbio, pero natural. Su noche fue grandiosa. Sospechamos la presión que pudo significar para ella, antes de la función, verse en escena con un par de bailarines de la más reputada compañía de ballet del mundo. Pero se manejó como pez en el agua. Nada tímida; al contrario, tranquila y enérgica, realizó con alta precisión varios de los más caros pasos clásicos. Claudia fue la bayadera de la noche no en el sentido protagónico dentro de la obra, sino en el derivativo del vocablo —“devadasi”, “bailadeiras”, “bayaderas” o bailarinas radiantes—.
Ahora, nos enfocamos en Sonia Marcos, Nancy Urla, Adriana Valdez y Ligia López, un cuarteto excepcional. Aunque durante su participación individual más de alguna exhibió nerviosismo, su precisión grupal fue una hermosa rima. Sus ejecuciones comprueban un esmerado entrenamiento y honesta devoción por la exactitud, así lo demostró también la segunda variación, integrada por Claudia Yax, Gruschenka Sandoval, Zoila Vásquez y Karla Dardón.
Los bailarines del Bolshoi vinieron al país gracias a la Embajada de Rusia en Guatemala, que, de esa manera, contribuye a soplar los fuegos que avivan las llamas de un Ballet Nacional que merece ser visitado por usted, el sábado 5 o el domingo 6 de septiembre, cuando presentará Otelo.
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miércoles, 2 de septiembre de 2009

Ópera Falstaff: Otro mal corte del sastre Stefano Poda

Admiramos una escenografía donde un fondo rocoso crea la ilusión de un paisaje flanqueado por campos de trigo. La tarima inclinada crea dinamismo y en ese campo de acción los personajes adquieren una perspectiva más asombrosa que si estuvieran en un sólo plano horizontal. El cortinaje ostenta una delicada manufactura.

Las voces de los grandes cantantes extranjeros tantean el cielo del teatro, a veces como estelas hilarantes (es una comedia), otras como dulces hilos que pueblan los rincones.
Son de primera línea. Destacadísimo, por supuesto, por su voz y por su gracia, Roy Stevens, quien interpreta a Sir John Falstaff; además de la estadounidense Annalisa Wimberg y la alemana Birgit Beer.

Los acompaña una orquesta cuya sonoridad no tiene nada que envidiar a las mejores de otros países, integrada por varios músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional de Guatemala, dirigida por el maestro Ramiro Ramírez.

El texto, jocoso: un gordo bebedor intentará seducir a dos burguesas. Las mujeres, sin embargo, son más astutas y se burlan de Falstaff haciéndolo caer, una y otra vez, en sus trampas.
Todo eso es tan bello que uno se pregunta qué motivó al director a desarticular los elementos. Acaso se trata de un intento por renovar el género; acaso una inspiración mal orientada en la que las ideas que pudieron ser reveladoras se quedaron en el plano de la ocurrencia.

Naturalmente, antes de proseguir es justo señalar las cualidades del director Stefano Poda: posee un hábil manejo del movimiento de masas; no se conforma con hacer una simple adaptación y demuestra que sabe iluminar muy bien los escenarios.
¿Pero, qué hace ahí, por ejemplo, el hombre con una sombrilla actuando con movimientos lentos todo el tiempo, como si hubiese salido de otra obra para ser insertado en una que le es ajena?
El ángel o pájaro tiene sentido cuando le entrega una carta a Falstaff, pero luego y antes de eso vaga como un sonámbulo sin rumbo fijo. Varios de los personajes parecen zombis, son manipulados con una cuerda invisible, a la manera de los mimos.
El director crea, además, ruido visual con las cortinas, cortando así, cual caprichoso sastre, la hermosura de sus mejores telas. Proyecta largo rato el ojo de una mujer, y, más adelante, hasta el video de una guerra para la parte donde se canta “el que ríe de último ríe mejor…”

Desde el inicio de la obra se aprecia que habrá un derroche de creatividad, cuando hace que los cantantes actúen caminando entre el público; recurso éste empleado por directores aficionados que buscan ángulos sorpresivos, aunque sean ya una práctica bastante manida, tanto en obras teatrales como en conciertos de música pop.
La segunda parte, igual de jocosa, la torna demasiado solemne exhibiendo un desenvolvimiento escénico trágico (hasta hay hielo seco); unos cuerpos se deslizan, sin un por qué, todavía con más énfasis sobre la superficie.
Cuando John Falstaff seduce a Alice Ford, es una pieza en la que, según el texto, ella sutilmente lo envuelve con sus palabras astutas, mas el director elige que ambos se revuelquen por el piso (¡!).

La dirección, en fin, es como una mujer muy bella que ha sido ataviada vorazmente por un estudiante de modas: usa en el cuello un diamante, rubíes en los dedos de los pies, cuarzo blanco en las manos, esmeraldas en las orejas, un dije de topacio, bellos vestidos; todo es real, hasta los zapatos con incrustaciones de piedras preciosas y un velo traído de la mismísima Samarcanda, pero esa mujer no sabe combinar sus prendas. Casi lleva un diente de oro y se menea como si anduviera en chancletas por un mercado.

Poda, un director obsesionado por la “cámara lenta”, no supo desprenderse, en esta obra, de nuevo, de sus aficiones barrocas. ¿Es, acaso, su estilo? Si lo es, hemos de aceptar que logra conseguir muy bien lo abstracto, pero pierde la coherencia textual.
Fragmentos de su obra bien podrían ser textos autónomos. ¿Un innovador, un incomprendido? En realidad, exhibe una rebeldía bastante adolescente, todavía balbuciente. Crea el montaje de una ópera que se desarrolla al servicio de sus buenas ideas, pero se necesita, justamente, lo contrario.
Mas, salva esta presentación la excelsa calidad de los actores.
Juan Carlos Lemus
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Ópera Aída: Solo hubo tres errores, los tres muy graves

Por fin, Aída fue presentada en sociedad. Tanto era el deseo del público por ver esta ópera de Verdi, dirigida por el italiano Stefano Poda, que las cinco mil entradas se agotaron dos días antes de la función.

Aída fue el gran cierre operático del 2005, y para ello elevaron a la categoría de centro artístico el Campo de Marte.
Los recursos técnicos fueron irreprochables. Buena iluminación, buen sonido y una excelente tarima contribuyeron al desenvolvimiento. En términos generales, el montaje fue espectacular.
Impresionante.
Sólo hubo tres errores, los tres muy graves. En primer lugar, el director dio excesivo protagonismo a los más de 500 actores en escena. El problema es que los cantantes del bell canto quedaron relegados a segundo plano.
Como si fueran los encargados de amenizar una fiesta, Stefano Poda les colocó detrás a una muchedumbre que actuó a lo largo de la obra.
Al conceder a la masa humana un papel protagónico, tan central, ésta estaría obligada a ser todavía más virtuosa que los solistas, lo cual era imposible porque los cantantes son de una talla muy superior a la plástica, geometría y diseño visual creado por el director.

En segundo lugar, la “estelarización” de la muchedumbre no permitió valorar la presencia física de los cantantes. La mayoría de las veces no se sabía quién cantaba, excepto cuando alguno de ellos expresaba con ademanes la emoción.
Si dijéramos que no importa ver quién canta, sino el sonido que produce, lo mismo daría, entonces, escuchar un disco mientras vemos una coreografía diseñada por Poda.
Otro problema fue que la muchedumbre, integrada por atletas, bailarines y hasta por soldados del Ejército Nacional de Guatemala (sí, así como lo lee), no fue del todo coherente con el texto, ni del todo sincrónica cuando era menester.
A ratos, los actores hacían movimientos inútiles para el contenido. Recordemos que también el caos, lo abstracto, la rebeldía, tienen su coherencia. Cada elemento del escenario tiene una función.
Tal muchedumbre en su conjunto tuvo un rol, pero llegó el momento en que no tenía nada que hacer allí, ni siquiera servía para intentar ser un reflejo de las emociones de los personajes, menos todavía para ser el reflejo de las nuestras que, se supone, son las nos darán la empatía con la puesta en escena.
Puede que el director haya tenido este propósito, precisamente, el de dislocar lo oral de la actuación multitudinaria. Tal atrevimiento es excelente cuando se nos brinda a cambio una satisfacción mayor. No abogamos, tampoco, por una imitación de la realidad, pero sí por una representación más sentida y menos arquitectónica de las emociones, si no, ¿para qué sirve la teatralidad?
Finalmente, el director, aún sabiendo que el contenido de Aída es romántico, quiso hacer algo poco convencional. Eso es un gran mérito, pero por salirse del soneto se metió al alejandrino, es decir, armó escenas barrocas, valiéndose de todos los cuerpos, lo cual se veía hermoso, espectacular, pero lo que exigiríamos sería algo más que eso, pues lo espectacular no es más que un montón de arte acumulado en cualquier tarima.
La distribución de los recursos es lo que haría de este montaje una presentación perfecta, ya no importa si realizada de forma tradicional o con las ideas de Poda, quien seguramente ha sabido administrar bien los recursos en otras obras, pero esta vez no supo qué hacer con ellos y se dedicó a crear figuras, mucha plástica, y hasta metió Tai Chi, para que no se desperdiciara nada.
Juan Carlos Lemus
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Ópera Carmen: incoherencias del italiano Stefano Poda

Es probable que a los espectadores les haya impresionado la obra desde los primeros cinco minutos.
Media hora después, el primer bostezo; una hora más tarde, otro vistazo al reloj. Finalmente, cierta secreta gratitud porque todo haya terminado.
El italiano Stefano Poda logra que un conjunto de seres humanos formen un cuerpo cuyos brotes tonales alcanzan niveles plásticos.
Los movimientos de la masa dan vida a una criatura que se desplaza como en un enorme lienzo humano. Pero esa efectividad muere al poco tiempo debido a que tales posibilidades plásticas dejan de ser impresionantes y pasan a ser monótonas. Son las mismas fórmulas coreográficas que viene repitiendo Poda desde Aída en el 2005 y Falstaff en el 2007.

Es posible que esta Carmen pueda ser valorada desde registros correspondientes a la coreografía contemporánea, y también es cierto que cualquier creador tiene libertad de pintarle bigotes a la Monalisa o hacer que aterrice un helicóptero en el escenario. Lo incorrecto, en este caso, es que se incurrió en una deshonestidad publicitaria al anunciar la presentación de “Carmen. Ópera de Bizet. Producción de Stefano Poda”, y no lo que en realidad fue: una coreografía de Poda basada en la ópera Carmen.

Y si nos esforzamos por abandonar la idea de una Carmen tradicional, encontramos un supermercado de incoherencias. Estas son algunas: ¿Qué hace una loca desplazándose por el escenario todo el tiempo? ¿Es, acaso, un espíritu? ¿Es la encarnación de los placeres? Carmen, por cierto, en su primera aparición recuerda, por su vestuario y gafas, a Michael Jackson. ¿Qué hacen tres hombres y una mujer con las tetas al aire, colgados del techo? ¿Por qué se manosean los coros? ¿Por qué la masa humana, en algún momento, sugiere homosexualidad y bisexualidad? ¿Qué intenta decir el director al seleccionar a los muchachos más galanes, que ni cantan ni bailan, pero que los pone cuales stripers mostrando las nalgas en primer plano?
La respuesta a todas esas preguntas es que Poda intenta explotar el morbo del espectador. Evidencia una inclinación por la exhibición de la libido que convierte su obra en un asunto, a ratos, “sexoso”. Este comentario no es una revisión moral del montaje, sino la observación de un fenómeno. Poda tiene buenas posibilidades de desarrollarse en esos terrenos coreográficos (incluso, podría ser más atrevido).
El problema es que no sale del clóset operático; sigue aferrado a las justificaciones clásicas. Además, debido a la publicidad, más de dos mil personas vistieron su elegante traje de noche porque creyeron que pasarían una noche de ópera en el Teatro Nacional.
(Teatro Nacional Miguel Ángel Asturias, junio del 2008)
Juan Carlos Lemus
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