miércoles, 2 de septiembre de 2009

Ópera Aída: Solo hubo tres errores, los tres muy graves

Por fin, Aída fue presentada en sociedad. Tanto era el deseo del público por ver esta ópera de Verdi, dirigida por el italiano Stefano Poda, que las cinco mil entradas se agotaron dos días antes de la función.

Aída fue el gran cierre operático del 2005, y para ello elevaron a la categoría de centro artístico el Campo de Marte.
Los recursos técnicos fueron irreprochables. Buena iluminación, buen sonido y una excelente tarima contribuyeron al desenvolvimiento. En términos generales, el montaje fue espectacular.
Impresionante.
Sólo hubo tres errores, los tres muy graves. En primer lugar, el director dio excesivo protagonismo a los más de 500 actores en escena. El problema es que los cantantes del bell canto quedaron relegados a segundo plano.
Como si fueran los encargados de amenizar una fiesta, Stefano Poda les colocó detrás a una muchedumbre que actuó a lo largo de la obra.
Al conceder a la masa humana un papel protagónico, tan central, ésta estaría obligada a ser todavía más virtuosa que los solistas, lo cual era imposible porque los cantantes son de una talla muy superior a la plástica, geometría y diseño visual creado por el director.

En segundo lugar, la “estelarización” de la muchedumbre no permitió valorar la presencia física de los cantantes. La mayoría de las veces no se sabía quién cantaba, excepto cuando alguno de ellos expresaba con ademanes la emoción.
Si dijéramos que no importa ver quién canta, sino el sonido que produce, lo mismo daría, entonces, escuchar un disco mientras vemos una coreografía diseñada por Poda.
Otro problema fue que la muchedumbre, integrada por atletas, bailarines y hasta por soldados del Ejército Nacional de Guatemala (sí, así como lo lee), no fue del todo coherente con el texto, ni del todo sincrónica cuando era menester.
A ratos, los actores hacían movimientos inútiles para el contenido. Recordemos que también el caos, lo abstracto, la rebeldía, tienen su coherencia. Cada elemento del escenario tiene una función.
Tal muchedumbre en su conjunto tuvo un rol, pero llegó el momento en que no tenía nada que hacer allí, ni siquiera servía para intentar ser un reflejo de las emociones de los personajes, menos todavía para ser el reflejo de las nuestras que, se supone, son las nos darán la empatía con la puesta en escena.
Puede que el director haya tenido este propósito, precisamente, el de dislocar lo oral de la actuación multitudinaria. Tal atrevimiento es excelente cuando se nos brinda a cambio una satisfacción mayor. No abogamos, tampoco, por una imitación de la realidad, pero sí por una representación más sentida y menos arquitectónica de las emociones, si no, ¿para qué sirve la teatralidad?
Finalmente, el director, aún sabiendo que el contenido de Aída es romántico, quiso hacer algo poco convencional. Eso es un gran mérito, pero por salirse del soneto se metió al alejandrino, es decir, armó escenas barrocas, valiéndose de todos los cuerpos, lo cual se veía hermoso, espectacular, pero lo que exigiríamos sería algo más que eso, pues lo espectacular no es más que un montón de arte acumulado en cualquier tarima.
La distribución de los recursos es lo que haría de este montaje una presentación perfecta, ya no importa si realizada de forma tradicional o con las ideas de Poda, quien seguramente ha sabido administrar bien los recursos en otras obras, pero esta vez no supo qué hacer con ellos y se dedicó a crear figuras, mucha plástica, y hasta metió Tai Chi, para que no se desperdiciara nada.
Juan Carlos Lemus
(Mi otro Blog, bienvenido/as: La Era del Moscardón: http://www.juancarloslemus.com/)

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