jueves, 17 de diciembre de 2009

Tres viejos Mares, obra del argentino Arístides Vargas llevada a escena por tres centroamericanos


El teatro de Bellas Artes de Guatemala es como un enorme diente cariado.
Adentro, además de fríos muros y asientos deteriorados como las encías de un viejo, contiene un enorme vacío que se eriza a lo largo de varios metros por encima de las butacas hasta el techo.

Tan gélido espacio es calentado —aunque ahora sólo muy de vez en cuando— por una que otra compañía teatral que se anima a usar sus tablas en un sitio ubicado a pocos metros de El Gallito y del Centro Histórico.
El viernes recién pasado tocó el turno a Tres viejos mares, una historia de tres ancianos apostados frente al océano.
El autor del drama es el argentino Arístides Vargas. La obra fue actuada por la guatemalteca Patricia Orantes como Piedad; el hondureño Édgar Valeriano como Marcial, y el salvadoreño Omar Renderos como Nicasio.
A mí me tocó la parte derecha lateral de adentro de la muela cariada, donde es más difícil escuchar los parlamentos, de manera que no pude enterarme de todo. Por esta razón, para evitar quedarme con una apreciación pobre, al día siguiente asistí a ver de nuevo la obra, esta vez al Centro de Cooperación Española, en Antigua Guatemala.
Esta segunda presentación fue ofrecida en el salón de usos múltiples de ese lugar, donde es muy difícil observar el cuadro escenográfico completo debido a que no es una sala de teatro, sino un espacio sin tarima, improvisado para el efecto. Allí no pude verla, pero sí escucharla porque la sala tiene buena acústica.
De manera que vi la obra el viernes, en Bellas Artes, y la escuché el sábado, en la Cooperación. Armé así un rompecabezas que me nutrió tanto que me jacto de haber apreciado el paso por Guatemala de Tres viejos mares más que cualquier otro espectador.
La obra, estrenada en Quito este año, trata de tres amigos viejos. Una ex trabajadora de correos, un militar que solo llegó a sargento y un seudoabogado sostienen conversaciones interesantes. Para cualquier sociedad, los viejos suelen ser algo menos que un estorbo, pero, en esta obra, Arístides Vargas nos los muestra divertidos, contradictorios y hasta mentirosos. En otras palabras, de viejos somos una prolongación de lo que hemos sido toda la vida.
Los amigos observan buques o aviones, muertos, migrantes y algún crustáceo, todo insuflado de una intensa actitud reflexiva, tanto así que Arístides Vargas nos devuelve la credibilidad en los dramaturgos de nuestra época, muchos de ellos más empeñados en la performance que en la profundidad ecuatorial del ser humano. Este autor logra que cada oración de su obra sea importante para cuestionar la vida, la inmensidad, el tiempo, el dolor y la felicidad.

En cuanto a las actuaciones, Orantes, Valeriano y Renderos son tres lúcidos actores centroamericanos; algo de lo más granado que podemos encontrar en la región. En esta obra, como en otras, abordan sus roles con el corazón y con gran elocuencia. Algo innecesario en esta ocasión, me parece, es el abuso del localismo “papá” por parte del salvadoreño Renderos.
Además, si bien las presentaciones se llevan los encomios dignos de artistas bien troquelados, justo es señalar que Renderos y Valeriano, a diferencia de Orantes, estaban más cerca de ser dos cincuentones fornidos que dos viejos mares. Dejan la duda de cómo sería si ambos actores hubieran envejecido a sus personajes unos 20 años más, de manera que habríamos tenido delante a viejos intratextualmente potentes y no a robustos adultos envejecidos a fuerza de texto y de maquillaje.
Dirección de Arístides Vargas y Charo Francés.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Manifestarte: Danzan Pie de Lana con Juan de Corz en el Cerro del Carmen

Rechinan por séptimo año consecutivo las guitarras en estas tierras de Pie de Lana.
Estamos en el Cerro del Carmen. Es el fin de semana recién pasado cuando se celebra el festival Manifestarte.
—Para quienes no lo supieran, Pie de Lana fue un ladrón del siglo XIX que, cuenta la leyenda, robaba a los ricos para dárselo a los pobres y que fue colgado en un aguacatal estirado justo detrás del templo, en la cima desde donde se otea el sur del Centro Histórico de la Ciudad de Guatemala—.
Las trompetas devuelven la inhalación convertida en jazz, y asciende la música sobre la colina. Estamos al aire libre y hay música para todos los gustos; hay ritmos interpretados por músicos de todas las marcas. En el ambiente flotan el genérico jazz, el rabioso rock, los vetustos boleros y los tristes trovadores, todas las notas musicales vuelan abrazadas como alegres borrachas que pasean sobre las tierras de Juan de Corz.
—Para quienes no lo supieran, la ermita del Cerro del Carmen fue fundada por nuestro lujurioso y simpático héroe Juan de Corz, allá por el siglo XVII. Hoy es la ermita más bella del mundo, millones de veces fotografiada por turistas nacionales y extranjeros—.
Además, hay poesía, pintura, fotografía, teatro y danza. Los asistentes se congregan y disgregan por las faldas del legendario lugar.
Durante estos dos días, el Cerro acuna, como si fueran hermanos, al arte clásico y al de los mochileros. Es interesante ver cómo en un mismo sitio maman de la misma tierra bardos de tan opuestos bandos y estilos. Por ejemplo, exponen sus pinturas tanto paisajistas como artistas contemporáneos; ejecutan —casi hasta despedazarla— su guitarra los músicos de rock y los raperos se desgañitan en malabares verbales. Hay escritores de esos que hablan de la patria, de las flores y de inasibles musas que se postran con reverencia ante la santa rima, y otros que ladran versos que contienen paisajes lésbicos, falos, vulvas y melancolía existencial.
Además, Manifestarte logra reunir a personas de casi todos los estratos económicos que acuden a escuchar el tañido de los tambores que sueltan los poetas, las maracas y los pintores.
El lema de este año es “Arte por un mundo más humano”.
Aquí todo es hermandad, tolerancia y vivacidad. Lo que nos preguntamos después del festival, a manera de reflexión final, es ¿qué mal karma impide que la ciudad sea un Manifestarte permanente?
Vivimos en un lodazal increíblemente ancho y hondo, todos los días. La crueldad cotidiana es profunda. Guatemala es un país reprimido por la violencia. Lastimosamente, solo de cuando en cuando (¡tan solo una vez al año!) la Policía y sus secuaces dan feriado a los criminales.
Nos alegramos con los organizadores de Manifestarte, todos voluntarios, por tan elevado logro que atañe al espíritu y la recreación; han tenido la misión de prender la mecha hace ya siete años y consiguen recordarnos que ese es el estado natural del ser humano: la convivencia, el respeto y la tolerancia. Este y otros festivales similares son los que devuelven a la ciudad la paz que le es robada diariamente.
Larga vida a Manifestarte, fiesta anual en la que danzan Pie de Lana con Juan de Corz, embriagados de tostadas y atol de elote en el Cerro del Carmen.



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jueves, 26 de noviembre de 2009

El Juego de Mariela Romero y el juego sucio de Casa Ibargüen

La obra es un segmento en la vida de dos hermanas que sostienen una relación caótica y destructiva.

Es un drama titulado El Juego, de la venezolana Mariela Romero, interpretada por las guatemaltecas Sofía Arévalo (Anita) y Rebeca Vargas (Ana), dirigidas por la venezolana Jany Campos.

Anita, en silla de ruedas, finge inmovilidad en las piernas, en tanto que Ana simula que la doblega, incluso, a latigazos.

Visto así, el panorama parecería solo una cruel repetición de la realidad en la cual mueren aquestos nuestros violentos y sufridos países mezquinoamericanos. Pero la tarea de los artistas es, precisamente, la de coger esa realidad y transformarla. Es decir, a veces deben hacer un manjar de un tomate podrido.

Tanto las actuaciones como los cortes dramatúrgicos son lo que dan algo mejor que la realidad. El montaje es divertido; los espectadores se dan un buen baño de humor negro. Las jóvenes actrices juegan el texto con graciosas habilidades. Justo es separar sus cualidades.

Sofía Arévalo es expresiva, una actriz nata; es de esas personas, probablemente, muy tímidas en la vida real, pero que destellan como relámpagos en escena. No podría venir de menos esa soltura, ese impulso espontáneo suyo. Sofía maneja la ira, el dolor, la tristeza y el poder de sus personajes con plausible y contagioso goce actancial. Rebeca Vargas tiene técnica y seguridad en sí misma. Es una actriz que se pasea campante, sin titubeos, por el escenario. Nada tímida, marca el ritmo en los grupos —en este caso, de su parigual— y eso es algo que supo aprovechar la directora, quien para este montaje optó por improvisar un teatro circular, en Casa Ibargüen.

Campos ha tenido el atino, en esta y otras ocasiones, de experimentar formas de dirección nada convencionales. Eligió para El Juego que las actrices fueran rodeadas por nosotros, los espectadores que aplaudimos con sinceridad su formidable actuación.

Asistí a la última función, el 21 de noviembre, pero, según informó la directora, la obra seguirá en escena a partir de enero, aunque en otra sala.

Algo desdichado sucedió a este grupo teatral la noche del 20 de noviembre. La función fue cancelada debido a que —así lo informó la productora en la entrada a quienes iban llegando— la familia Ibargüen decidió hacer, a la misma hora, un convivio en ese lugar.

Cancelar una función por una celebración familiar es una falta de valoración al arte, es una grave falta de respeto a los artistas y al público. Peor todavía, si Casa Ibargüen está dada en usufructo a la Municipalidad de Guatemala para que sirva como espacio artístico, es indebido hacer allí una fiesta familiar, así se trate de la familia dueña, porque, o bien dicha familia recibe dinero a cambio, gracias al usufructo, o bien empeñó su palabra; y tanto el dinero como el honor tienen peso —o deberían tenerlo—.

También habría que considerar que quizá no fue la familia Ibargüen la causante directa, sino la administración de Casa Ibargüen que no respetó el compromiso adquirido. Quien dirige ese centro cultural no tuvo la estatura suficiente como para explicar a la familia: “Lo sentimos, hay una obra de teatro, no es posible que utilicen el espacio”, y de paso recordarle su condición de nudo propietario. Y si así lo hizo, ¿fue, entonces, la familia Ibargüen la que faltó a su palabra y a las reglas del usufructo?

Si bien El Juego es un drama inscrito dentro de la estética de la crueldad, el juego de Casa Ibargüen fue injusto; faltar a la palabra, a los actrices y a los asistentes es jugar sucio.

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jueves, 12 de noviembre de 2009

Alessio Bax y Lucille Chung/ Comentario de un concierto a dos pianos

¿Cuántas teclas se necesitan para tocar la esencia interna del ser humano?
Se necesitan las de un piano bien repasado por el ejecutante. Y si son dos pianos, la cosa puede alcanzar dimensiones casi extra sensoriales.
En una sala de concierto (dos pianistas interpretan a compositores rusos), se tienen estas opciones:
-Bostezar y dormitar fingiendo profunda entrega.
-Cerrar los ojos y sentir que está en su habitación escuchando un CD.
-Cruzar la pierna con frecuentes cambios para aligerar el peso del cuerpo sobre una sola nalga.
-Recibir con todos los sentidos las vibras fluidas, engendradas del tecleo.


El italiano Alessio Bax y la canadiense Lucille Chung cerraron el Festival Bravissimo 2009, de la Organización para las Artes Francisco Marroquín, con un concierto para dos pianos.


Alguna vez escuché decir que interpretar a los compositores rusos y polacos es harto difícil, porque sus obras tienen una arquitectura musical bastante compleja y se requiere de mucha habilidad técnica para abrirle el corazón al piano.

No cualquier pianista, por profesional que sea, se anima con uno de esos hilos entretejidos en los que se está a un milisegundo de tropezar y quedar como un torpe. A veces, los pianistas prefieren algo más relajante, algo suave; algo menos tambaleante que caminar sobre la cuerda floja.


Desconozco si eso es verdad eso de que la arquitectura rusa o polaca es más compleja que la mayoría de composiciones famosas occidentales. Pero no me cabe la menor duda de que a la pareja Bax-Chung se le fue toda el alma en la interpretación. Ha de requerir no solo habilidad técnica y mucho aceite en los dedos, sino además una hondura espiritual para poder subir así, con tanta energía, a la cima de las montañas de notas musicales y luego descender, a veces de un solo tirón —a ratos pausadamente—, pero siempre tocando como si se les fuera la vida en cada composición.

Ella, la chinita, ágil vibración jadeante sobre las teclas; creadora de remolinos y de ráfagas vivientes —por algún lugar andarán todavía sus notas, vagando en alguna dimensión pues la música nacida de un piano nunca muere—. Ella genera los acordes agudos, interpretando a gran velocidad los planos del complejo edificio que dejaron escritos Lutoslawski, Stravinsky, Shostakovich y Rachmaninov.

Él, un pianista magistral, de gran soltura y de compás elegante, pulsa los acordes graves haciendo temblar el aire entre ambos —dos pianos, frente a frente, separados por un ramo de rosas—.

Los compositores que interpretaron Alessio Bax y Lucille Chung dejaron órdenes precisas; acomodaron nota tras nota en el pentagrama para que la construcción de sus edificios no quedara en las manos de cualquier fulano. Con instrucciones casi crípticas —como para evitar la profanación— escribieron lo que hoy bellamente ejecuta esta pareja ítalo-canadiense: el ballet completo Petrushka (Stravinsky); el Concertino para dos pianos, Op. 94, de Shostakovich, y la Suite No. 2 para dos pianos, Op. 17, de Rachmaninov.
Las hojas de los pentagramas vuelan estallando los bemoles y sostenidos más exigentes.

Y la música nace, encrespada, impetuosa, jadeante. Chung casi danza mientras toca el piano, y Bax recibe con gran delicadeza los movimientos de ella, transformándolos en rabia y en serenidad.
Allá cada cual si duerme, cambia de pierna sobre la butaca o absorbe. Estos músicos que tenemos hoy delante abren cada fisura del pentagrama y nos lanzan al abismo.


(Alessio Bax ganó el Avery Fisher Career Grant 09, otorgado por Lincoln Center de Nueva York; también el Primer Premio de la célebre Leeds International Piano Competition, y el Primer Premio de la Competencia Hamamatsu, otorgado en Japón.
Lucille Chung es el Primer Premio de la Competencia Igor Stravinsky y Medalla de Plata de la Competencia Internacional Franz Liszt, realizado en Weimar, Alemania. El concierto fue celebrado el jueves 4 de noviembre en el auditorio Juan Bautista Gutiérrez, Organización par las Artes Francisco Marroquín, ciudad de Guatemala).




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jueves, 5 de noviembre de 2009

Murió el Filósofo

Ha muerto un gran pensador. ¿Cuántos más deberán morir?

Creo que en nuestro país no hemos sabido escuchar ciertas voces importantes que apuntan hacia el horizonte. Serán las generaciones futuras las que deberán conocer la obra de grandes intelectuales como la del recientemente fallecido Jaime Barrios Peña (Guatemala, 1922- Estocolmo, Suecia, 2009).
Autor de más de 20 libros y gran cantidad de artículos sobre psicoanálisis, educación, antropología, arte y filosofía, tiene un extenso currículo que ocuparía unas páginas del diario. Solo escribiré un par de datos: doctor en Filosofía especializado en Psicología, con estudios en universidades de varios países; fue diplomático durante 18 años, tiempo durante el cual realizó festivales folclóricos en el extranjero; organizó conferencias, algunas de las cuales en su momento fueron dictadas por Miguel Ángel Asturias; colaboró con la llegada del Ballet Nacional de Guatemala en el Teatro Colón de Bogotá, y el Festival de Comunidades Indígenas en el Teatro San Martín de Buenos Aires.
En agosto del 2003 le hice una entrevista, y quisiera citar una de sus respuestas.

JCL: ¿Por qué decidió vivir fuera de Guatemala?
JBP: “Circunstancias familiares y profesionales, pero esto no quiere decir que olvide a un pueblo que corre por mis venas como tradición, canto de pájaros en las selvas, vuelo de tucanes, murmullos de selva entre pirámides, las posadas, las procesiones y la voz amanecida de nuestras auroras”.

Muy poco es lo que podemos hacer desde los medios de comunicación por atraer la atención hacia los grandes intelectuales como Barrios Peña. Si mucho, alguna mención, alguna entrevista y algo de persistencia para la memoria. Pero es casi nulo el interés que por ellos muestran las universidades —las privadas y la pública—, las escuelas de arte y los entes magisteriales.
Se suele achacar la falta de apoyo a los artistas -y casi siempre es una queja razonable, pues los periodistas muchas veces no pasan de escribir dos líneas a manera de anuncio o refríen un boletín-, pero es todavía más reprochable el desdén e indiferencia que demuestran sus colegas y académicos al artista.
Como Barrios Peña, hay escritores, pintores, investigadores, músicos, actores de teatro que tienen 20 ó 50 años de vivir en Suiza, Italia, México, Francia, Alemania, Japón, Estados Unidos y otros países.
¿Es que tienen que morir para ser recordados? ¿Qué universitarios conocen a Carlos Solórzano, ese ilustre escritor que vive en México y cuya obra es 10 veces más importante que la de Monteforte Toledo? —Y lo digo sin interés en provocar a sus devotos, pues solo me interesa explicar la importancia de lo ignorado—.
¿Qué decanos de Humanidades han hecho contacto con el destacado actor Mario González que instruye a cientos de artistas europeos? ¿Han oído hablar del pintor Jacobo Rodríguez Padilla, quien vive en Francia? ¿Fueron los humanistas a ver la prodigiosa actuación de la actriz Carmen Samayoa, cuando vino por unos días a Guatemala? ¿Saben nuestros intelectuales que uno de los mejores violinistas del mundo es Henry Raudales? ¿Es que han oído hablar de Luis E. Rivera, Antonio Cosenza, Abel Solares, Julio Cambranes, Francisco Nájera, Rina Lazo, Erwin Schumann, etcétera?
¿Cuántos estudiantes de filosofía, docentes de esa materia y los historiadores conocen la obra del doctor Barrios Peña? ¿Saben ellos, por ventura, que él habría llegado gustoso a charlar con los estudiantes a las facultades -venía a su tierra de cuando en cuando- y que habría dado conferencias sin interés económico alguno?
La muerte del filósofo nos recuerda que “es un soplo la vida”; pero, además, que deberíamos volver los ojos hacia muchos guatemaltecos que, como él, tienen bien ganado un amplio reconocimiento.
Y no solo los que viven en el extranjero; recordemos, a propósito, su libro Herederos del espíritu de Kukulkán (Artemis Edinter), ensayo sobre artistas de la plástica guatemalteca (Carlos Mérida, González Goyri, Grajeda Mena, Jacobo Rodríguez Padilla, Dagoberto Vásquez, Abularach, Recinos, Roberto Cabrera, Quiroa, Magda Eunice Sánchez, Luis Díaz, Élmar Rojas, Ramón Banús, El Tecolote Ramírez Amaya y Erwin Guillermo).



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jueves, 29 de octubre de 2009

Acerca del Concierto de la Sinfónica Juvenil Municipal

Es noche de gala. En el público hay desde niños que a ratos lanzan algún grito desde los brazos de sus madres, hasta personas canosas vestidas de impecables trajes negros.

Afuera hay estacionados vehículos del año, y también chatarras de los años 1980.

Está a punto de comenzar el concierto que ofrecerá la Orquesta Sinfónica Juvenil Municipal de la Ciudad de Guatemala, que interpretará a Mozart (Concierto para piano y orquesta K. 28) y a Dvorak (Sinfonía del Nuevo Mundo). El pianista invitado es el maestro italiano Giuseppe Giusta.

Es la noche del jueves 22 de octubre. La sala Efraín Recinos del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias tiene ocupada la mayoría de sus mil 902 butacas.

Antes de la presentación se proyecta un video que nos informa: “7 de cada 10 niños con cáncer pueden salvarse”. El concierto es a beneficio de la fundación “Ayúdame a vivir” (www.ayuvi.com.gt).

Ingresan los jóvenes de la orquesta (aplausos). Son unos 80 estudiantes de la Escuela Municipal de Música, que está instalada en el antiguo Edificio de Correos, un hermoso edificio ubicado en el Centro Histórico de la Ciudad. Toman sus lugares, afinan, hojean las partituras, dan vistazos a los pentagramas, tosen. De pronto, entra el director (aplausos), Bruno Campo (28 años de edad). Luego de saludar, levanta la batuta y todo queda en completo silencio (casi completo, pues recordemos que hay niños). La deja caer y comienza la marea y el torbellino.

Serán los críticos de música académica quienes explicarán —o enredarán— al lector con sus aseveraciones. Lo mío, lo que con gusto les comparto, es algo que llamó mucho mi atención y describo a continuación.
Es una orquesta que tiene apenas tres años de haber sido fundada; los músicos que la integran forman parte de un programa municipal, donde por recibir clases pagan Q25 al mes (unos 3 dólares, un poco más de 2 euros al mes). De manera que son, aparentemente, jóvenes inexpertos, tanto que acaso se podría creer que son simples diletantes interesados en armar una orquesta. Pero no es así. Para empezar, los violines, los chelos y las violas; los contrabajos, las trompetas, las flautas, los oboes; es decir, todo mundo en esa orquesta -hasta el de los timbales-, irradia un gozo físico excepcional; mueven sus cuerpos mientras ejecutan, casi danzan.

En nuestros países tropicales —tan alegres— no siempre tenemos músicos relajados, sino que algunos son tan tiesos como la regla de un profesor de escuela. Enfatizo que solo algunos, porque sería injusto calificar de troncos enraizados a muchos de nuestros grandes músicos. Es más, aclaro que nuestras orquestas sinfónicas, de cámara y similares tienen, por supuesto, mucho más nivel que una orquesta joven recién surgida, aunque hay algo en esta muy bello y es una marea, son olas de vitalidad, es el movimiento de los cuerpos mientras tocan. Esta orquesta danza con una energía –perdonen si parece exagerada mi comparación- semejante a la que tienen ciertas orquesta europeas, como la Filarmónica de Berlín.

No digo que una alegría manifiesta garantice una mejor ejecución, pero sí que los músicos engendrando vaivenes logran compartir mucho más sus emociones.

El currículo del director titular Bruno Campo puede ser rastreado en la Red, pero lo resumiré, con gusto. Debutó como director de orquesta a los 14 años de edad; ha participado en orquestas venezolanas, también en la de Jóvenes Latinoamericanos (dirigida nada más y nada menos que por Claudio Abbado) y ha recibido talleres con maestros de la filarmónica de Berlín y la de Bamberg. Seguramente todavía no es suficiente, pero es bastante más que lo normal y este joven director hace volar a la orquesta. La hace pegar de saltos junto con él. La conduce con una energía que seguramente sobrecalienta los instrumentos. La noche cierra con un dulce y alegre danzón. En la sala, como decía al principio, hay un público variopinto y eso se debe a que ev9identemente asisten los familiares de los jóvenes. Madres, sobrinos, tíos, abuelos y vecinos; además hay extranjeros (varios italianos, acaso por el pianista invitado).

Lo que se está haciendo con este programa de la municipalidad es grandioso para el arte y la cultura. No me cabe la menor duda de que este joven director dará de qué hablar en un futuro muy próximo, y lo mismo opino de la orquesta.



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jueves, 22 de octubre de 2009

Sobre el cierre de Metrópolis Contemporánea, programa cultural radial de Ángel Elías/ Un asunto de vergonzosa mezquindad

Esta semana (la tercera de octubre) fue clausurado el programa Metrópolis Contemporánea que dirigió, en la estatal Radio Faro Cultural durante cinco años, el escritor Ángel Elías.

Ante esa noticia, uno se pregunta por qué razón se suele cortar la cabeza de aquellos que con entusiasmo salen a la superficie para colaborar con otros.
Es una locura impedir el avance honrado de quienes con tesón hacen aportes culturales e incluso gastan el dinero de sus propios bolsillos.

Ángel Elías publicó más de 250 entrevistas hechas a músicos, cantantes, escritores, pintores, actrices, directores de teatro; en fin, a muchos de los más importantes artistas nacionales y a algunos extranjeros.
Elías no solo no cobró un centavo, sino además puso de lo suyo para trasladarse en bus extraurbano desde su natal San Martín Jilotepeque. Muchas veces se vio asediado por sus compromisos estudiantiles y laborales, pero jamás dejó de transmitir. No era un aficionado interesado en lucir a costa de los demás; sus intenciones no eran mezquinas; lo suyo era puro y sencillo, pero efectivo y de enorme valor documental.
Dentro de 10 o más años, quienes deseen ponerse al tanto del quehacer cultural del país, deberán hacer una parada obligatoria en sus entrevistas en las que escucharán la voz de personas como Dante Liano, Tasso Hadjidodou, María Teresa Martínez, Gustavo Palma Murga, Guillermo Paz Cárcamo, los integrantes de Alux Nahual, o del último que salió al aire: el gran pintor Miguel Ángel Pérez. Podría extenderme aquí citando a cientos de nombres.
Pero el sábado recién pasado, quienes acostumbrábamos sintonizar su programa nos encontramos con un segmento musical. A él ni siquiera le informaron que ya no publicarían su última entrevista —la cual hizo a Jesús Fernández, del Salón del Libro Iberoamericano, desde Asturias, España—. Y tenía en lista nada más y nada menos que al chileno Luis Sepúlveda (el autor de El viejo que leía novelas de amor; Nombre de torero; La locura de Pinochet, etc.)
Es decir, el programa se expandía. Aprendía a moverse por otros lugares del planeta oxigenando así las adormecidas ondas culturales del país.
Mas el lunes, cuando Elías llegó a grabar, el director de Radio Faro, el Sr. Antonio Juárez, lo llamó a su oficina para informarle que su programa quedaba clausurado. ¿La razón? Ángel Elías había estado “ganando” demasiado protagonismo y hasta parecía que estaba “representando a Radio Faro”.

¿Ganar protagonismo es ganar amistades? ¿Es ser entrevistado en los medios de comunicación? ¿Le molestó al director que esos cinco años de transmisión fueran celebrados por el Centro Cultural de España.
¿Ganar protagonismo es que haya sido invitado a un desayuno por parte de los promotores culturales? ¿Es una amenaza ser apreciado por los artistas? ¿Son esos los parámetros de representatividad cultural que considera importantes el director de una institución tan imponente como lo es —o debería ser— Radio Faro Cultural?

Ángel Elías merecía algo más que un dedo apuntando hacia la puerta de salida. Es vergonzoso.
En Guatemala, con las primeras lluvias de mayo, suelen brotar del suelo nuevos proyectos que crecen verdes; la tierra es fértil, echan hojas, pero de un momento a otro se asoma cualquiera con su camión a dejarle caer encima piedras y basura.

Las últimas entrevistas hechas por Ángel Elías pueden ser escuchadas en www.arteradial.blogspot.com
O si desea enviarle su agradecimiento —o condolencia—, este es su correo electrónico: culturaradio@yahoo.com


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jueves, 15 de octubre de 2009

¿Cultura o farándula?

En algunos periódicos de Centroamérica —y del mundo—, el periodismo cultural es visto como un florero que igual adorna o estorba.

El periodista cultural, por su parte y en varios casos, es considerado el ocioso del diario, el que se va de tragos con los pintores; el que escribe una gacetilla sobre un recital de guitarra y otra sobre el cumpleaños de Saramago. Es visto como el encargado de recordarnos natalicios de gente famosa… En sus excesos, es el gato que reposa en el sofá y se eriza con una ópera. Es más, muchos estudiantes de periodismo eligen hacer sus prácticas en las secciones culturales porque creen que allí ganarán con facilidad.
A decir verdad, son los mismos periodistas culturales, muchas veces, quienes han dado la pauta a todo ello, desde los remotos tiempos de cuando grababan sus notas sobre planchas de piedra. La razón es que no siempre se tiene vocación. El periodista, muchas veces, no quiere convertirse en caza noticias de perros aplastados y prefiere hacer su real y soberano ingreso al mundo de los haraganes y glamorosos periodistas culturales.
No puedo imaginar a un periodista de esas secciones al que no le guste asistir a una galería de arte, a un concierto de rock o a un mercado. Y es que el periodismo cultural es más que observar ballet. Es una decidida ciencia y pasión que arrastra una monstruosa necesidad de comerse lo visto, de tragarse vorazmente lo escuchado y devolverlo escrito, así sea un concierto de música pop o de guitarra acústica. Esos y otros detalles nos los recordó uno de los mejores periodistas culturales del mundo, de habla hispana; su nombre es Jesús Ruiz Mantilla, escritor y periodista de El País Semanal, quien asistió con nosotros —algunos periodistas culturales de Centroamérica y del Caribe— la semana pasada a un taller sobre el tema, en Costa Rica.

Algo interesante es que en nuestros países la cultura es vista todavía como un segmento hecho por —y para— la élite. Algunos dinosaurios todavía consideran que el hip hop o los mariachis no son temas culturales. Afortunadamente, eso es cada día más absurdo. Farándula y cultura se vienen fundiendo desde hace tiempo, queramos o no.
Hace muchos años, cuando no había Internet, se decidió establecer la diferencia entre las Bellas Artes y música al estilo de lo que hoy serían Los Tigres del Norte, por ejemplo. Eso ha cambiado. Pero, ojo, no es asunto solo de mezclar informaciones en una página para estar a la moda. No es solamente asunto de meter chismes del perro de una cantante más la valiosa información de que fulana se operó las tetas y un ensayo sobre un libro de Böll o de Theodor Mommsen.
Al periodimo cultural se hace falta, muchas veces, sentio común.
Hoy día, el periodista cultural debería abordar con seriedad tanto una crónica reguetonera como un concierto de heavy metal o una ópera.
Centroamérica es, casi siempre, la última en establecer cambios. Primero observa cómo se está haciendo en otros lugares antes de dar el paso. Ya sea por miedo o por prudencia, esa sigue siendo la razón por la cual unos son amos y otros seguidores.

En estos tiempos, el periodismo cultural es motivo de amplias discusiones estéticas y antropológicas. Un teórico de gran importancia, el cubano Lázaro Israel Rodríguez —que vive en Cuba— estuvo presente y abrió fuego a la discusión sobre el poder que ya tienen las sociedades sobre las empresas periodísticas. Los blogs, el periodismo ciudadano y otras fuentes de información toman gran fuerza, afortunadamente.
La española Rosa Jiménez Cano, periodista madrileña integrante de periodismociudadano.com desde su fundación (hay que añadir que es pionera en ese campo, al menos en el periodismo ciudadano de habla hispana) explicó su manera de coordinar e implementar ese periodismo desde El País. Dicho sea de paso, creo que ambos, el cubano y la madrileña, están en polos opuestos respecto de la apreciación del poder y la hegemonía ciudadana sobre el periodismo, lo cual es saludable (quien desee profundizar sobre los sus puntos de vista, puede fácilmente rastrearlos en la Red).
Además, otro conocedor a fondo del tema y del aspecto sociológico es el chapín Rafael Cuevas, quien estuvo presente y nos recordó la falsedad que existe en abarcar la cultura desde puntos de vista tradicionales y hegemónicos. Gran pintor y escritor, este guatemalteco tiene formación en Rumania y vive en Costa Risa desde hace unos 30 años.

Lo importante sobre el periodismo cultural, en todo caso, es tomar conciencia de que quienes lo ejercemos lo hacemos con la misma pasión que pone un carpintero al mostrarle los mejores ángulos de sus mejores muebles. Y cualquier lector sabrá cuando tiene delante a un peridista con vocación o a aquel que se metió al periodimo cultural solo porque no sirvió en Económicas o en Políticas, y quería andar de paseo por los teatros. El periodista cultural tiene una extraña vocación por escarbar qué hay delante, a los lados y tras bambalinas.

Saludos.

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jueves, 24 de septiembre de 2009

Mercedes Blanco y Patricia Orantes: unen técnica y estética/ Actrices que tienen el Infernum y el oro cribado

El tiempo atraviesa vidas humanas, implacablemente, a través de siglos y generaciones.
El tiempo barre con las personas, las violenta en medio de sus tempestades, pero a la vez crea horizontes apacibles y estados letárgicos. Solo hay una manera de inmovilizarlo —toda bestia, domesticada o no, tiene sus limitaciones—. Es cuando el arte lo petrifica (aunque sea por medio de sus fantasías). Es entonces cuando el espectador se maravilla ante una pintura de Canaletto, ante una construcción romana o ante un edificio teatral bien construido. Es el caso, este último, de La edad de la ciruela, obra del argentino Arístides Vargas que actúan por estos días dos mujeres de gran experiencia.
La cubana Mercedes Blanco y la guatemalteca Patricia Orantes interpretan a Eleonora, Celina, las abuelas María y Gumersinda, la Tía Adriática, Francisca y Blanquita. Niñas, jóvenes o viejas, son todas mujeres atornilladas a una rutina social y psicológica.

Estamos frente a una obra de teatro de alta belleza textual, amena, divertida y triste. Estamos ante dos actrices que tienen extraordinarias posibilidades técnicas y estéticas.

La edad de la ciruela tiene como punto de partida el instante cuando Eleonora (Orantes) describe a Celina (Blanco) detalles de su madre moribunda. A partir de ese momento ambas evocan a las demás mujeres de su familia.

Bien valoramos de este montaje tanto el texto como las excelentes actuaciones, además de su diseño visual. La escenografía empleada para este montaje es un creativo dispositivo que da nuevos tonos a la historia y a las acciones de los personajes. Tiempo y espacio fueron dotados de códigos (aros de bicicletas, por ejemplo) que lejos de protagonizar, y aún más lejos de solo ornamentar, copulan con el texto de forma perfecta. Lo mismo opinamos del vestuario. Mas lo extraordinario —repetimos— son las actuaciones. Experimentadas hasta las cachas, Blanco y Orantes poseen ese Infernum, además del suficiente oro — bien cribado— con el que construyen la pieza.

Mercedes Blanco es dueña de una destreza tan natural como adquirida, disciplinada, de gracia voraz, con lo cual logra materializar la inagotable belleza semiológica que contiene la obra. Al verla comprendemos el porqué esta cubana está entregada en cuerpo y alma al teatro; ha fundado grupos teatrales en Guatemala, ha sido directora de varios y muy buenos actores, pero, ante todo, es esa gran actriz a la que vemos rebrotar a cada instante sobre las tablas, y actuar con irrefrenable convicción sobre sus personajes mostrándonoslos de ida y venida, de frente y por dentro. Blanco actúa hasta con los pulgares de los pies (literalmente) cuando interpreta a la tía loca. Esto, acaso imperceptible, es uno de esos detalles que son pequeños como una cerradura, pero que abren los enormes portones de la creatividad.

Patricia Orantes es una actriz de puntería. Conoce el terreno como la palma de su mano. Aun cuando cada obra de teatro es siempre nueva, como un amanecer, sabemos que ella tiene la linterna y los viáticos para el camino. Por así decirlo, si Blanco pone la cerradura, Orantes pone la llave. Mas lo mejor de Orantes es que, aun cuando actúa con los lineamientos bien claros, de pronto es una cazadora que se lanza al fango, cruza pantanos y ve de noche. Nos sorprende de Patricia Orantes su decisión de abrir nuevos caminos de expresión. Su libertad creadora, su aplomo y el control nítido que tiene sobre sus personajes son su mejor mezcla.

Es una obra que el público aplaude con enorme contento. No es para menos: se han llevado a escena acciones tan bien plantada capaces de provocar cierto regocijo interno.


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jueves, 17 de septiembre de 2009

Los Lustradores: una olla con tripas, riñones y tumaca

La obra Los Lustradores, dirigida por Nery Aguilar, se encuentra en temporada en el teatro de la Universidad Popular.

No quisiera referirme a las actuaciones, pues son más de 30 artistas en escena y no me cabe la menor duda de que entre ellos hay grandes talentos. No es un falso elogio, en realidad, así lo demuestra su participación.

El comentario de hoy va dirigido hacia el texto y su enfoque. En primer lugar, el lector podrá imaginar la escena: es un parque de algún lugar de Guatemala en el que hay vagos, trabajadores, barrenderas, vendedoras de comida, prostitutas, policías, oficinistas y, por supuesto, lustradores.
Esa primera impresión promete que se nos mostrará en las tablas algo interesante; acaso presenciaremos una buena comedia de costumbres o un nuevo enfoque social de la pobreza.
Pero a medida que avanza descubrimos que el texto no contiene una historia sino que es un desfile de escenas callejeras en las que pasa de todo y no sucede nada. Si entendemos la puesta en escena teatral como una elaboración definida en la que es desarrollado un texto, en Los lustradores no ocurre nada. No tiene la más mínima complicación, ni siquiera una composición, un contraste, algo que nos haga concelebrar un hecho teatral.

Me dirán que sí suceden cosas, por ejemplo, un robo, el abuso de autoridad policial sobre un lustrador, un merolico vende sus polvos mágicos, pero todas esas son escenas que, por lo demás, están pésimamente construidas. Por ejemplo, el libretista se quedó con la idea de la Policía de la década de 1980. Ya sabemos que es una institución que se ha ganado la desconfianza pública, pero, seamos honestos ¿no resulta inverosímil que dos policías le peguen a un lustrador para robarle un quetzal, en pleno parque, a la luz del día y ante la mirada de varias personas?

Es un vistazo ingenuo al análisis social; es un pobre abordaje de fenómenos que son más profundos.
Otro ejemplo es el de la manera como los personajes explican los orígenes de sus tristes vidas. Cuentan su vida, casi en un desahogo, a partir de una pregunta que les hace un lustrador o alguien. El tono es más o menos este: “¿Por qué eres así? –Porque mis padres me pegaban…”, etcétera. El ejemplo, aclaro, no es textual, pero es así de gratuito e ingenuo.

Una teoría sobre la intertextualidad (Barthes, en este caso) dice que un juego de textos elabora lo que nombraríamos el gran texto. El texto es una serie de fragmentos que instauran una totalidad. Si bien el intertexto puede transformar el texto original (esta obra es original de Ricardo Mendizábal, y es una adaptación del director, Nery Aguilar) en Los lustradores no existe una articulación de contenido sino un balbuceo del gran texto social.

El director intenta compensar con el chiste, con cierta sátira, y cae en lo mismo que han caído los cafés teatros (aclaremos aquí que esta puesta en escena procede de una academia; de la renombrada Universidad Popular, y por lo tanto no tiene el privilegio del error tosco y la espontaneidad desventurada).
Como en una olla llena de menudos, tripas, riñones, bofe y tumaca, mete “crítica” hacia los diputados (que, según el texto, se enredan con maricas) e inserta “críticas” al gobierno actual.

No se puede tomar muy en serio este tipo de puesta en escena, pero nos ocupamos de ella debido a que, repetimos, se trata de la UP, una de las más importantes academias teatrales del país.



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jueves, 10 de septiembre de 2009

Ballet Nacional de Guatemala finaliza temporada de gala


La danza es la navegación de un barco entre líneas rectas y curvas; solo las olas del mar tienen tanta belleza.
Finalizó, con la presentación de Otelo, la temporada de gala 2009 del Ballet Nacional de Guatemala. Esta obra es un fango de celos y calumnias; un barranco de bajas pasiones que concluye con dolor y muerte. La fuerza interpretativa que requiere somete a fuego purificador las destrezas de cualquier bailarín. Es una obra inspirada en el drama de William Shakespeare, con coreografía del maestro Eddy Vielman que ha demostrado, a lo largo de su trayectoria, que es un artista exigente, de gran cuidado en los detalles, y que su destacada etapa como bailarín lo afinó bien como maestro coreógrafo.
Si bien el Ballet fue digno de elogios durante toda esta temporada, hay tres aspectos que podría mejorar. En primer lugar, es notoria la falta cuantitativa de bailarines (enfaticemos: hombres) en el Ballet Nacional. Y algunos ellos, hay que decirlo, deberían bajar algunas libras. Un torso y barriga voluminosos no son buenos aliados de una disciplina que exige —con voluntariosa tiranía— quiebres y retornos audaces.
En segundo lugar, las bailarinas que perdieron el equilibrio en escena durante La Bayadera, o la que perdió el conteo y se salió del grupo en Otelo, deberán recordar que si bien nada en escena puede ser tan grave, pueden aspirar a la limpieza completa y la concentración total, porque en otros países se enfrentarían a tigres y lagartos (tanto al público como a la crítica) que despedazan con gran júbilo cualquier titubeo.
Tercero. Me referiré a la visita de los dos bailarines rusos. Ya escribí acerca de ellos, pero quisiera ampliarme un poco. La Bayadera refulgió con tres estrellas. Una fue la del bailarín Vladimir Neponozhniy, la otra fue la de la bailarina guatemalteca Claudia García, y la tercera, la de ocho bailarinas que hicieron dos variantes de cuatro cada una. Mas esclarezco que la bailarina del Bolshoi, Anna Antonicheva, me pareció elegante, físicamente audaz, pero no hizo nada extraordinario. No ejecutó paso de ballet alguno que no pudieran hacer las guatemaltecas. Y es que me queda la impresión de que, en realidad, hizo un número para países tercermundistas. De rostro más bien frío, no parecía disfrutar lo que hacía. Ya quisiera verla en el Metropolitan Opera House con esos modos. Su participación en La Bayadera fue como si hubiera llegado a la sala directamente desde el aeropuerto a cumplir con un compromiso.
Algo bueno, por parte del Ministerio de Cultura, es que, según tengo entendido, costeó parte de los boletos de ingreso del público que asistió a La Bayadera para que los precios por ver a los bailarines del Bolshoi no fueran muy elevados.
Finalmente, así como el Ballet cerró con un retumbante Otelo, quisiera concluir con la participación de la primera bailarina Anoushka Devaux. Es una artista de profunda entrega en el escenario, de gran versatilidad corporal y de regia presencia. Tanto en La Fille Mal Gardée como en Otelo demostró ser poseedora de un estilo que impera y abarca todo el escenario. Su compañero, Benjamín Hernández, hace un buen trabajo junto a ella. Ha de ser una gran dificultad para este recibir con fuerza la delicadeza, y devolver con gracia la energía acorralada en el cuerpo de una mujer que no solamente baila, sino además vuela sumergida entre sus propias constelaciones.

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jueves, 3 de septiembre de 2009

La Bayadera. Ballet Nacional de Guatemala con invitados del Bolshoi

Las figuras centrales fueron los bailarines del Bolshoi Anna Antonicheva (Nikiya) y Vladimir Neponozhniy (Solor). Lució con destellos propios, además de los invitados, la primera bailarina guatemalteca Claudia García (Gamzatti).
Para ser justos, el tercer acto tambaleó debido a los lamentables titubeos que tuvieron dos o tres de las 20 bailarinas —Sombras— en escena. El equilibrio les falló tanto que rompieron el cuadro blanco (por los trajes) y elegante (por la enérgica postura) que les impuso su directora, Amalí Selva. Durante esos segundos, debieron sentir lo que un mesero cuando lleva la más bella composición gastronómica en el azafate, pero se le cae sobre la cabeza del comensal. Fue como un disonante clarinete fugado de una orquesta bien afinada. Mas no las atormentaremos más, puesto que a los mejores cocineros se les riega la salsa, dicen. Además, predominaron el rigor, la exactitud y frescura de la totalidad en los tres actos.

Moveremos en este momento nuestra cámara hacia tres estrellas fulgurantes. En primer lugar, el ruso Vladimir Neponozhniy llenó las expectativas. Un bailarín excelente que a ratos parecía volar; con una gran firmeza al momento de tomar en lo alto a Anna Antonicheva o al hacerla girar. Tanto en solitario como en los Pas de deux demostró por qué es una de las figuras centrales del Bolshoi.

La bailarina, por su parte, acopladísima y autónoma, según la exigencia, brilló por su audacia física. Una mujer elegante. Extrañamos de ella, eso sí, más gozo en el rostro. Y no nos referimos a un gozo interpretativo, sino al resplandor que fluye cuando el artista se hunde agradecido entre las aguas del arte. Su compañero, por el contrario, destellaba satisfacción cada vez que aparecía en escena. El detalle, lejos de ser un vulgar intento por mostrar simpatía, es fundamentalmente integral en esta y otras disciplinas artísticas.
El segundo encuadre apunta hacia Claudia García. Es una bailarina de notoria seguridad en sí misma; su aplomo le da un aspecto soberbio, pero natural. Su noche fue grandiosa. Sospechamos la presión que pudo significar para ella, antes de la función, verse en escena con un par de bailarines de la más reputada compañía de ballet del mundo. Pero se manejó como pez en el agua. Nada tímida; al contrario, tranquila y enérgica, realizó con alta precisión varios de los más caros pasos clásicos. Claudia fue la bayadera de la noche no en el sentido protagónico dentro de la obra, sino en el derivativo del vocablo —“devadasi”, “bailadeiras”, “bayaderas” o bailarinas radiantes—.
Ahora, nos enfocamos en Sonia Marcos, Nancy Urla, Adriana Valdez y Ligia López, un cuarteto excepcional. Aunque durante su participación individual más de alguna exhibió nerviosismo, su precisión grupal fue una hermosa rima. Sus ejecuciones comprueban un esmerado entrenamiento y honesta devoción por la exactitud, así lo demostró también la segunda variación, integrada por Claudia Yax, Gruschenka Sandoval, Zoila Vásquez y Karla Dardón.
Los bailarines del Bolshoi vinieron al país gracias a la Embajada de Rusia en Guatemala, que, de esa manera, contribuye a soplar los fuegos que avivan las llamas de un Ballet Nacional que merece ser visitado por usted, el sábado 5 o el domingo 6 de septiembre, cuando presentará Otelo.
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miércoles, 2 de septiembre de 2009

Ópera Falstaff: Otro mal corte del sastre Stefano Poda

Admiramos una escenografía donde un fondo rocoso crea la ilusión de un paisaje flanqueado por campos de trigo. La tarima inclinada crea dinamismo y en ese campo de acción los personajes adquieren una perspectiva más asombrosa que si estuvieran en un sólo plano horizontal. El cortinaje ostenta una delicada manufactura.

Las voces de los grandes cantantes extranjeros tantean el cielo del teatro, a veces como estelas hilarantes (es una comedia), otras como dulces hilos que pueblan los rincones.
Son de primera línea. Destacadísimo, por supuesto, por su voz y por su gracia, Roy Stevens, quien interpreta a Sir John Falstaff; además de la estadounidense Annalisa Wimberg y la alemana Birgit Beer.

Los acompaña una orquesta cuya sonoridad no tiene nada que envidiar a las mejores de otros países, integrada por varios músicos de la Orquesta Sinfónica Nacional de Guatemala, dirigida por el maestro Ramiro Ramírez.

El texto, jocoso: un gordo bebedor intentará seducir a dos burguesas. Las mujeres, sin embargo, son más astutas y se burlan de Falstaff haciéndolo caer, una y otra vez, en sus trampas.
Todo eso es tan bello que uno se pregunta qué motivó al director a desarticular los elementos. Acaso se trata de un intento por renovar el género; acaso una inspiración mal orientada en la que las ideas que pudieron ser reveladoras se quedaron en el plano de la ocurrencia.

Naturalmente, antes de proseguir es justo señalar las cualidades del director Stefano Poda: posee un hábil manejo del movimiento de masas; no se conforma con hacer una simple adaptación y demuestra que sabe iluminar muy bien los escenarios.
¿Pero, qué hace ahí, por ejemplo, el hombre con una sombrilla actuando con movimientos lentos todo el tiempo, como si hubiese salido de otra obra para ser insertado en una que le es ajena?
El ángel o pájaro tiene sentido cuando le entrega una carta a Falstaff, pero luego y antes de eso vaga como un sonámbulo sin rumbo fijo. Varios de los personajes parecen zombis, son manipulados con una cuerda invisible, a la manera de los mimos.
El director crea, además, ruido visual con las cortinas, cortando así, cual caprichoso sastre, la hermosura de sus mejores telas. Proyecta largo rato el ojo de una mujer, y, más adelante, hasta el video de una guerra para la parte donde se canta “el que ríe de último ríe mejor…”

Desde el inicio de la obra se aprecia que habrá un derroche de creatividad, cuando hace que los cantantes actúen caminando entre el público; recurso éste empleado por directores aficionados que buscan ángulos sorpresivos, aunque sean ya una práctica bastante manida, tanto en obras teatrales como en conciertos de música pop.
La segunda parte, igual de jocosa, la torna demasiado solemne exhibiendo un desenvolvimiento escénico trágico (hasta hay hielo seco); unos cuerpos se deslizan, sin un por qué, todavía con más énfasis sobre la superficie.
Cuando John Falstaff seduce a Alice Ford, es una pieza en la que, según el texto, ella sutilmente lo envuelve con sus palabras astutas, mas el director elige que ambos se revuelquen por el piso (¡!).

La dirección, en fin, es como una mujer muy bella que ha sido ataviada vorazmente por un estudiante de modas: usa en el cuello un diamante, rubíes en los dedos de los pies, cuarzo blanco en las manos, esmeraldas en las orejas, un dije de topacio, bellos vestidos; todo es real, hasta los zapatos con incrustaciones de piedras preciosas y un velo traído de la mismísima Samarcanda, pero esa mujer no sabe combinar sus prendas. Casi lleva un diente de oro y se menea como si anduviera en chancletas por un mercado.

Poda, un director obsesionado por la “cámara lenta”, no supo desprenderse, en esta obra, de nuevo, de sus aficiones barrocas. ¿Es, acaso, su estilo? Si lo es, hemos de aceptar que logra conseguir muy bien lo abstracto, pero pierde la coherencia textual.
Fragmentos de su obra bien podrían ser textos autónomos. ¿Un innovador, un incomprendido? En realidad, exhibe una rebeldía bastante adolescente, todavía balbuciente. Crea el montaje de una ópera que se desarrolla al servicio de sus buenas ideas, pero se necesita, justamente, lo contrario.
Mas, salva esta presentación la excelsa calidad de los actores.
Juan Carlos Lemus
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Ópera Aída: Solo hubo tres errores, los tres muy graves

Por fin, Aída fue presentada en sociedad. Tanto era el deseo del público por ver esta ópera de Verdi, dirigida por el italiano Stefano Poda, que las cinco mil entradas se agotaron dos días antes de la función.

Aída fue el gran cierre operático del 2005, y para ello elevaron a la categoría de centro artístico el Campo de Marte.
Los recursos técnicos fueron irreprochables. Buena iluminación, buen sonido y una excelente tarima contribuyeron al desenvolvimiento. En términos generales, el montaje fue espectacular.
Impresionante.
Sólo hubo tres errores, los tres muy graves. En primer lugar, el director dio excesivo protagonismo a los más de 500 actores en escena. El problema es que los cantantes del bell canto quedaron relegados a segundo plano.
Como si fueran los encargados de amenizar una fiesta, Stefano Poda les colocó detrás a una muchedumbre que actuó a lo largo de la obra.
Al conceder a la masa humana un papel protagónico, tan central, ésta estaría obligada a ser todavía más virtuosa que los solistas, lo cual era imposible porque los cantantes son de una talla muy superior a la plástica, geometría y diseño visual creado por el director.

En segundo lugar, la “estelarización” de la muchedumbre no permitió valorar la presencia física de los cantantes. La mayoría de las veces no se sabía quién cantaba, excepto cuando alguno de ellos expresaba con ademanes la emoción.
Si dijéramos que no importa ver quién canta, sino el sonido que produce, lo mismo daría, entonces, escuchar un disco mientras vemos una coreografía diseñada por Poda.
Otro problema fue que la muchedumbre, integrada por atletas, bailarines y hasta por soldados del Ejército Nacional de Guatemala (sí, así como lo lee), no fue del todo coherente con el texto, ni del todo sincrónica cuando era menester.
A ratos, los actores hacían movimientos inútiles para el contenido. Recordemos que también el caos, lo abstracto, la rebeldía, tienen su coherencia. Cada elemento del escenario tiene una función.
Tal muchedumbre en su conjunto tuvo un rol, pero llegó el momento en que no tenía nada que hacer allí, ni siquiera servía para intentar ser un reflejo de las emociones de los personajes, menos todavía para ser el reflejo de las nuestras que, se supone, son las nos darán la empatía con la puesta en escena.
Puede que el director haya tenido este propósito, precisamente, el de dislocar lo oral de la actuación multitudinaria. Tal atrevimiento es excelente cuando se nos brinda a cambio una satisfacción mayor. No abogamos, tampoco, por una imitación de la realidad, pero sí por una representación más sentida y menos arquitectónica de las emociones, si no, ¿para qué sirve la teatralidad?
Finalmente, el director, aún sabiendo que el contenido de Aída es romántico, quiso hacer algo poco convencional. Eso es un gran mérito, pero por salirse del soneto se metió al alejandrino, es decir, armó escenas barrocas, valiéndose de todos los cuerpos, lo cual se veía hermoso, espectacular, pero lo que exigiríamos sería algo más que eso, pues lo espectacular no es más que un montón de arte acumulado en cualquier tarima.
La distribución de los recursos es lo que haría de este montaje una presentación perfecta, ya no importa si realizada de forma tradicional o con las ideas de Poda, quien seguramente ha sabido administrar bien los recursos en otras obras, pero esta vez no supo qué hacer con ellos y se dedicó a crear figuras, mucha plástica, y hasta metió Tai Chi, para que no se desperdiciara nada.
Juan Carlos Lemus
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Ópera Carmen: incoherencias del italiano Stefano Poda

Es probable que a los espectadores les haya impresionado la obra desde los primeros cinco minutos.
Media hora después, el primer bostezo; una hora más tarde, otro vistazo al reloj. Finalmente, cierta secreta gratitud porque todo haya terminado.
El italiano Stefano Poda logra que un conjunto de seres humanos formen un cuerpo cuyos brotes tonales alcanzan niveles plásticos.
Los movimientos de la masa dan vida a una criatura que se desplaza como en un enorme lienzo humano. Pero esa efectividad muere al poco tiempo debido a que tales posibilidades plásticas dejan de ser impresionantes y pasan a ser monótonas. Son las mismas fórmulas coreográficas que viene repitiendo Poda desde Aída en el 2005 y Falstaff en el 2007.

Es posible que esta Carmen pueda ser valorada desde registros correspondientes a la coreografía contemporánea, y también es cierto que cualquier creador tiene libertad de pintarle bigotes a la Monalisa o hacer que aterrice un helicóptero en el escenario. Lo incorrecto, en este caso, es que se incurrió en una deshonestidad publicitaria al anunciar la presentación de “Carmen. Ópera de Bizet. Producción de Stefano Poda”, y no lo que en realidad fue: una coreografía de Poda basada en la ópera Carmen.

Y si nos esforzamos por abandonar la idea de una Carmen tradicional, encontramos un supermercado de incoherencias. Estas son algunas: ¿Qué hace una loca desplazándose por el escenario todo el tiempo? ¿Es, acaso, un espíritu? ¿Es la encarnación de los placeres? Carmen, por cierto, en su primera aparición recuerda, por su vestuario y gafas, a Michael Jackson. ¿Qué hacen tres hombres y una mujer con las tetas al aire, colgados del techo? ¿Por qué se manosean los coros? ¿Por qué la masa humana, en algún momento, sugiere homosexualidad y bisexualidad? ¿Qué intenta decir el director al seleccionar a los muchachos más galanes, que ni cantan ni bailan, pero que los pone cuales stripers mostrando las nalgas en primer plano?
La respuesta a todas esas preguntas es que Poda intenta explotar el morbo del espectador. Evidencia una inclinación por la exhibición de la libido que convierte su obra en un asunto, a ratos, “sexoso”. Este comentario no es una revisión moral del montaje, sino la observación de un fenómeno. Poda tiene buenas posibilidades de desarrollarse en esos terrenos coreográficos (incluso, podría ser más atrevido).
El problema es que no sale del clóset operático; sigue aferrado a las justificaciones clásicas. Además, debido a la publicidad, más de dos mil personas vistieron su elegante traje de noche porque creyeron que pasarían una noche de ópera en el Teatro Nacional.
(Teatro Nacional Miguel Ángel Asturias, junio del 2008)
Juan Carlos Lemus
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